En aquel tiempo, un hombre rezaba en silencio en el Templo.

Y decía para sí: "Gracias, Dios mío, porque pequé mucho de palabra y me has dejado mudo y sin laringe; gracias, Dios mío, porque fui un lujurioso y me enviaste la impotencia, y mi piel se pudre con el cáncer; gracias, Dios mío, porque rompiste mis cadenas del vicio y nada queda de placer carnal en mi pequeño mundo; gracias, Dios mío, porque pensé mal muchas veces de mucha gente y tu misericordia ahogó mi pensamiento en la neurosis y la angustia; gracias, Dios mío, porque idolatré al dinero y tu piedad me llevó a la pobreza; gracias porque traicioné y huí, y ahora me acompañas al patíbulo distante y claro como el sol. Gracias, Señor, porque oscureciste mis ojos con la concupiscencia y me llevas de la mano, ahora que ya soy viejo y sigo ciego. ¡Gracias, Dios mío, Amigo mío, Hermano, Padre mío, Madre mía, por tanta luz y tantas caricias y tantos abrazos Tuyos!"

El Señor se acercó y le dijo:

-Tuyo es, hermano, el Reino de los Cielos. 

Y, luego, a sus discípulos:

-Bienaventurado quien se entrega a Mi Corazón en cuerpo y alma, porque recibirá la llave de Mi Reino.

Ellos no entendieron lo que les quería decir; pero tuvieron miedo, y callaron.