"La paz os dejo, mi paz os doy: No os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 27-28a).

 

Cristo es el Príncipe de la Paz. A pesar de ello, su vida pública estuvo siempre envuelta en conflictos, el último de los cuales le condujo a la muerte. Esta aparente contradicción podría parecer extraña y sin lógica, pero si nos fijamos en el contenido del mensaje cristiano descubriremos que es completamente normal. El Señor habla, efectivamente, de paz, pero no de una paz cualquiera. Lo mismo que Él no habla de amor, sino de “su” amor, así habla también de “su” paz. Esa paz es la que se construye sobre los cimientos de la justicia y de la libertad y no sobre la represión y el miedo. Se trata de una paz activa, muy diferente a la resignación pasiva de aquellos que se niegan a luchar para defender a los que sufren. El cristiano no busca ni ama los conflictos, pero tampoco los rehuye a cualquier precio, al precio de traicionar su conciencia o de mirar para otro lado mientras los pobres son oprimidos.

Conviene tener esto en cuenta muy especialmente en los tiempos que corren, tiempos de terror en los cuales hay miedo a subir a un tren o a entrar en el avión o en el metro. Para nosotros la paz es un valor muy grande, pero no es el valor supremo, no a costa de tener que renunciar a nuestras ideas, a nuestros principios morales o a nuestra fe. Lo que sucede es que nosotros no nos vamos a convertir en asesinos o en suicidas asesinos, sino que estamos dispuestos a dar la vida -no a quitarla- a cambio de defender aquello en lo que creemos. Busquemos, pues, la paz, sin temor al conflicto no violento, al estilo de Cristo, por amor a Dios y a los pobres. Y si llegara la guerra, atengámonos fielmente a lo que nos indique el Santo Padre, al cual hay que saber escuchar siempre.