“El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo” (Mt 13, 44).

 

El católico debería levantarse cada mañana diciéndose a sí mismo: “¡Qué suerte tengo!, ¡qué bendecido soy!”. Y no porque las cosas le vayan bien en lo económico, o porque su salud sea siempre excelente, o porque en su familia no existan dificultades. La suerte nos viene de tener fe, de saber que Dios existe y que ese Dios no sólo es el Creador y el Señor sino el Padre lleno de amor que nos quiere como somos.

 

Puedes pensar que la fe no te ahorra dificultades. No es verdad, ya que cualquier situación por mala que sea es susceptible de empeorar y, probablemente, si no tuvieras fe tu situación sería aún peor. La fe al menos te sirve para no desesperar, para luchar, para no rendirte. Y ese es el único camino de la victoria. Si no tuvieras fe, no sólo tendrías los mismos problemas o aún mayores, sino que además, muy probablemente, no tendrías la fuerza que da Dios, el consuelo que viene de Dios, para enfrentarte a ellos.

 

Por eso tenemos que considerar que la fe es una suerte. Y debemos cuidar esa fe, para que no se apague ni se vuelva tibia. Cualquier cosa antes que perderla. Para ello, nada mejor que la oración, pues rezar es estar en contacto con Dios, el origen y fin de nuestra fe. Si tienes dudas de fe, no te devanes la cabeza buscando argumentos, reza más, comulga más, acércate al Señor más.