Me impresionó de manera especial una frase del himno de laudes del último día del año litúrgico que hemos dejado atrás, que decía: “No he venido a refugiarme dentro de tu torreón, como quien huye a un exilio de aristocracia interior”.

Llevando esto a mi oración, comenzaron a llegar a mi mente situaciones y formas de hablar que en demasiadas ocasiones nos muestran expresiones de una Iglesia en retiro, al contrario que una Iglesia en salida, que se refugia en su torreón para huir a una especie de exilio y aristocracia interior.

Al hilo de esto, vino también a mi mente lo que el genial sacerdote James Mallon dice en su libro, Una Renovación Divina, acerca de la última noche del Titanic. Muchos de los botes salvavidas lanzados aquella fatídica noche apenas estaban llenos a la mitad; quedaron un total de 472 plazas sin usar en los 18 botes que fueron lanzados desde el barco. Esto supuso que unas 1500 personas se quedaran a la deriva en aquellas heladas aguas, después de que el barco fuera engullido por el mar, mientras que los botes permanecían a una distancia prudencial viéndolos ahogarse.

El P. James Mallon afirma en su libro que se le ocurrió que esto podía ser una metáfora de la Iglesia. Hemos sido enviados a “buscar y salvar” a aquellos que están pereciendo hoy y hay sitio de sobra en los botes salvavidas; sin embargo, como Iglesia nos quedamos sentados a una distancia prudencial con demasiada frecuencia, más preocupados de nuestra propia comodidad y necesidades.

La misión que Jesús ha encomendado a su Iglesia y a cada uno de los que hemos decidido seguirle es: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28,19-20). A veces tengo la sensación de que nosotros nos hemos encargado de cambiar esta misión por otra: “Quedaos donde estáis y denunciad al mundo entero”. Parece que hemos canjeado el primer anuncio de la Buena Noticia por otros discursos y denuncias de malas noticias.

Cuando presentamos la moral cristiana sin Cristo, caemos en el moralismo; cuando celebramos la liturgia antes de haber experimentado lo que conmemoramos, se transforma en ritualismo; cuando presentamos la doctrina de la fe a quienes no han nacido de nuevo, es lavado de cerebro o dogmatismo. Quien no haya experimentado antes en carne propia que la Buena Noticia de Jesucristo, es “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rom 1,16), es mejor que no diga nada.

En ocasiones me parece que una Iglesia que es conocida por lo que denuncia y no tanto por lo que anuncia, no se parece mucho al hospital de campaña cuya identidad y misión es curar las heridas y ser luz de las naciones como medio para que la salvación llegue a todos. Alguien dirá que la misión profética de la Iglesia incluye la denuncia del mal y estoy de acuerdo con ello; sin embargo, algo no anda bien cuando todos nos conocen por lo que denunciamos desde la oposición y ya casi nadie nos reconoce por lo que debiéramos anunciar.

Quizás esté sucediendo aquello de que nadie da lo que no tiene, porque de lo que rebosa el corazón habla la boca y la propia vida (cf. Lc 6,45). Si no tienes nada o poco que anunciar y mucho que denunciar, quizás tengas que empezar por dejarte amar y dejarte cautivar por su amor. Cuando te has encontrado con Jesucristo y tu vida ha sido cambiada de verdad, empiezas a situar a las personas en el centro de la ecuación y anhelas que sus vidas también sean transformadas al dejarse amar por Dios.

Para Jesús las personas siempre son lo primero y lo más importante. Por eso se resistía a juzgar y condenar a quien no conocía a Dios, pero no se ahorraba nada cuando se trataba de juzgar a los que denunciaban a los demás y se creían mejores por estar dentro del Pueblo elegido. Bien sabemos a quienes les dedicó los mejores “piropos” del Evangelio como hipócritas, necios, guías ciegos, sepulcros blanqueados, etc. (cf Mt 23) y quienes eran realmente los preferidos y los que iban por delante en el Reino de Dios (cf. Mt 21,32).

Considero que deberíamos perder menos tiempo en denunciar al mundo y mucho más en anunciarle lo que se supone que nosotros hemos descubierto y estamos viviendo. Nos serviría mucho más una sana autocrítica, ya que nos ayudaría a salir de nuestra aristocracia interior para ser una Iglesia en salida que tiene algo decisivo que anunciarle a este mundo. Quizás este mundo no se oponga al Evangelio tanto como pensamos y sea nuestra apariencia de formar un club de santos lo que les impide acercarse a Dios por medio de la Iglesia.

Creo que necesitamos volver a encontrarnos de frente con Aquel que es nuestro Libertador y obra a nuestro favor para liberarnos de nuestras propias seguridades. Necesitamos menos maestros de la ley y más testigos de la verdad, porque el encuentro con Cristo nos transforma y nos impulsa a alcanzar las almas con el amor de Dios que salva y sana.

Por todo ello, simplemente ¡déjate amar!

 

Fuente: blog.evangelizacion.es