«El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día» (Juan 6, 54).

Así lo dijo Jesucristo, lo leemos en el Evangelio y ésta es nuestra esperanza. Es palabra de Dios, y sabemos que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse lo que Dios ha dicho. Viviremos para siempre si creemos, con todas sus consecuencias, que Jesús es el Hijo de Dios.

Todos, creyentes o no, practicantes o no, hemos de pasar más tarde o más temprano por lo que Santa Teresa llamó «el amargo trago de la muerte». Dios —como dice el Libro de la Sabiduría— «creó todas las cosas para la existencia, e hizo saludables a todas sus criaturas, y no hay en ellas principio de muerte» (1,1314). Y recuerda San Pablo: «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte; y así la muerte pasó a todos los hombres por cuanto todos habían pecado» (Rom. 5.12).

La creación del hombre para la Vida eterna, no es, pues, una consideración piadosa ni, simplemente, el fruto de un deseo de supervivencia: es un hecho. Dios nos destinó a ser felices: «Ni ojo humano vio, ni oído oyó, ni hay entendimiento capaz de concebir lo que Dios tiene preparado para los que le aman» (I Cor. 2,9) y este destino sobrenatural, que el hombre puede ignorar o puede negar, pero que no puede evitar porque es anterior y superior a él, este destino a la felicidad puede el hombre malograrlo, pues es el don del amor de Dios a los hombres, y un don puede rechazarse. Lo dijo muy claramente San Agustín: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti».

Dios no nos obliga a aceptar la gracia ni lo que tiene preparado para los que le aman —la gloria—. No obliga al hombre a quererle a la fuerza. Nos ha hecho libres, y respeta nuestra libertad hasta el extremo de no impedir que le ofendamos con nuestros pecados. A pesar de lo que le hagamos, nos sigue amando infinitamente y nos está dando continuamente mil ocasiones de rectificar. Esta vida mortal se convierte en la oportunidad (en la única oportunidad, porque no la podemos repetir) de elegir libremente dónde queremos pasar la eternidad: con Dios o sin Él. Al fin y al cabo, esto es lo único que verdaderamente tiene que ser el objetivo de nuestra vida, porque «¿de qué le sirve a un hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?» (Mt. 16,25). De nada: lo ha perdido todo y se ha perdido a si mismo.

Cada vez que recordamos a los difuntos lo hacemos con esperanza. Le dirigimos al Señor una súplica sincera por el eterno descanso de nuestros hermanos difuntos, por el consuelo de sus familias. Que todos tengan fuerza para continuar su vida apreciando con más seriedad cuánto vale. Que ésta conmemoración de los Fieles Difuntos sea también para todos nosotros una ocasión de gracia para despertar sensibilidades dormidas, en definitiva, para abrirnos al mensaje de esperanza que se encierra en la Cruz de Cristo.