Amós 8, 4-7; 1 Timoteo 2, 1-8; Lucas 16, 1-13

«Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro. O bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo»
 
«Desde mi fracaso mirar la altura. Desde mi muerte ver nacer la vida. Ojalá fuera capaz de sacar algo de la nada. Y aprender a ser feliz en toda circunstancia. En la abundancia y en la escasez»
 
Muchas veces no estamos contentos con nuestra vida. No nos parece bien que las cosas no salgan como queremos. Anhelamos más, soñamos más. No deseamos la cruz, buscamos la gloria. Nos duelen las frustraciones y los fracasos. Buscamos éxitos que duren más, que nunca se acaben. Perdemos a los que amamos y seguimos amando. Con miedo a volver a perder. Se desentierran nuestras raíces con dolor, pero seguimos echando raíces. Porque el corazón necesita amar y ser amado, tener raíces, un hogar, un pozo del que buscar agua siempre, cada día. Lamentamos lo que ya no tenemos y deseamos lo que nunca tendremos. No damos gracias por lo que es un don en el camino, inmerecido. Y nos enfadamos cuando nuestro esfuerzo no obtiene recompensa. Y si la obtiene, no la valoramos tanto. Nos duele esa vida que nunca fue. Nos entristece vislumbrar ese camino nunca recorrido. Tal vez tenemos el umbral del dolor demasiado bajo, y cualquier cosa nos molesta. Nos falta paciencia y esperanza. Nos cuesta saber si lo que hacemos es lo mejor, lo que Dios quiere. Nos cuesta ver lo que más nos conviene. Ser más astutos. Sabios en medio de la vida. El otro día leía: «Y la pregunta que me hago yo ahora es: - ¿Qué me conviene elegir a mí? ¿Qué cosas creo merecerme en la vida? ¿Qué sacrificios puedo hacer y cuáles no?»[1]. Llegan momentos en los que nos hacemos estas preguntas. Queremos decidir lo mejor. Saber lo que tenemos que hacer. Queremos ponernos en camino. Tomar la vida en nuestras manos. Decidir. Elegir. Optar. Aceptar. ¡Cuánto nos cuesta alegrarnos y hacer fiesta por la vida que vivimos! Vemos más sombras que luces. Y nos detenemos más en lo que no nos gusta que en la belleza que apenas percibimos. Una persona me decía al mirar su propia vida: «Reconozco que a pesar de agarrarme a Dios, ofrecer el sufrimiento, pedir más fe, seguir rezando. Tengo muchísimos miedos y barreras que sigo sin poder romper. Tengo muchos momentos de desanimo. Soy consciente de mis fallos y lo peor es culparme por muchas cosas. Pero sé que con Él todo será posible, porque me dará fuerzas para no caer y ánimo para seguir adelante». Nos desanimamos y pensamos que con menos amor sufriríamos menos. Con menos raíces tendríamos más capacidad de desplazamiento. Con menos sed necesitaríamos menos agua. Pero no es así. El corazón no puede negarse a sí mismo. No puede dejar de amar, de desear, de soñar. No puede dejar de tener sed, la sed es infinita. No puede no vincularse. Siempre pide más. Tengo que conocerme y aceptar que el amor implica sufrimiento. Pero siempre me queda la pregunta: ¿Qué sacrificios tengo que hacer y cuáles no? Las renuncias que Dios me pide. Las renuncias que no desea para mí. Sólo lo que Dios me pide. Sé que todo amor conlleva renuncias. Pero la vida consiste en amar. Y cuando no soy capaz de amar y echar raíces es porque estoy enfermo. Es porque tengo el corazón roto, demasiado herido y seco. No es posible una vida en la que pueda amar sin sufrir. No cabe una libertad sin compromiso. No hay una paz sin luchas, sin dolor. Todo amor lleva consigo renuncias y sacrificios. Pero es verdad que Dios me puede capacitar para sobrellevar los contratiempos con alegría. Puede hacerme crecer para vivir con más madurez las pérdidas. Puede hacerme de nuevo y lograr que sea más libre para cambiar de lugar, de trabajo, de tierra, sin perder la esperanza. Pero siempre necesitaré vincularme y echar raíces. Tengo claro que mi meta en la vida no consiste en no sufrir. Sino en aprender sufrir en el corazón de Dios. Sufrir y volver a comenzar de nuevo. Ser capaz de amar sin miedo a echar raíces en otros corazones. Y estar dispuesto siempre a dar la vida por aquellos a los que con dificultad voy aprendiendo a querer. No quiero guardarme el corazón intacto, sin heridas, inmaculado. No quiero evitar posibles dolores y sufrimientos protegiéndome de todo. El corazón de Jesús tenía heridas, porque amó, porque se entregó hasta el extremo. Son las heridas que le dejaron aquellos a los que amó. Las que sufrió por el desprecio de los hombres, por su abandono. Pasó por esta vida dejando su corazón hecho jirones. No fue sólo herido en la cruz, sino a lo largo de toda su vida. Los desengaños, las frustraciones, los fracasos, las separaciones. Así también mi corazón tiene hondas heridas. También ha sufrido desprecios y abandonos. Sé también que los pecados de mi pasado me pesan y me marcan. Y las heridas duelen en el alma. Las cicatrices quedan para siempre. Lo sé, lo he vivido. Y sé que el perdón a mí mismo y al mundo es posible y es necesario. Ese perdón que deseo y que no siempre llega. Mi amor me permite construir sobre tierra firme. Mi amor sana las heridas, las propias, las de los otros. Busco ese amor que brota de mi corazón cada día.

Quiero empezar de nuevo a componer una melodía con mi vida en la que el amor sea la nota dominante. Con la música nueva o con la música de siempre. Repitiendo esquemas de antes o inventando unos nuevos. Quiero aprender a amar de verdad. Asumiendo mis límites y respetando los límites que tienen los otros. Con humildad. Desde lo que soy. Y tratando de vencer siempre ese egoísmo mío que me hace vivir encerrado en lo que yo necesito, en lo que me hace falta, en lo que sería bueno para mí vida. El que sólo piensa en sí mismo no sabe amar bien, es un egocéntrico. Pero también tiene que aprender a amar con madurez quien sólo sabe buscar el bien del otro. Tiene el peligro de quebrarse si no toma en serio su propia sed. Una mujer me decía el otro día: «En ocasiones tengo la sensación de que no sé amar bien. Siempre pongo los intereses de mi marido por delante. Los de mis hijos. Los de los demás. Y no soy capaz de escuchar lo que yo necesito, lo que quiero, lo que a mí me hace falta. Tal vez tenga Dios que enseñarme a tomarme más en serio. Para que no llegue un momento en que me quiebre y ya no pueda seguir amando». Quiero escuchar lo que dice mi corazón. Quiero aprender a amar. Con generosidad, pero sin negarme. Pensar en mi bien, en mi felicidad, no es necesariamente un pecado de egoísmo. Los extremos no son buenos. Dios me pide que sea generoso con mi vida, que arriesgue, que entregue. Pero desde lo que soy, desde mi vocación, desde el camino sagrado por el que Dios me llama. Quiero decirle que sí a Dios. Les decía el Papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: «No tengáis miedo de decirle con toda la fuerza del corazón, de responder con generosidad, de seguirlo. No os dejéis anestesiar el alma, sino aspirad a la meta del amor hermoso, que exige también renuncia, y un nofuerte al doping del éxito a cualquier precio y a la droga de pensar sólo en sí mismo y en la propia comodidad». La santidad consiste en aprender a vivir descentrado. Y centrado en Jesús que conduce mi vida. Centrado en el que me necesita. Pero siempre desde mi verdad. ¿Qué me conviene elegir hoy? ¿En qué debo sacrificarme y en qué no es necesario que lo haga? Quiero aprender a decidir, a optar por el mejor camino, por la forma concreta de mi entrega. Me toca encontrarme con muchas personas que no saben elegir. No son capaces de tomar decisiones. ¡Cuánto cuesta tomar decisiones! Decía el P. Kentenich: « ¡Cuántos hombres hay, aún en nuestras filas, que no toman ninguna decisión! Siempre encuentran una excusa para abstenerse de decisiones. Esperan y esperan. Quizás nos lleve una ola, pero tal vez no. El sí tiene un sentido extraordinariamente profundo. ¿Qué es el fatalismo? La cosmovisión de aquel que dice: - ¡Bueno, la cosas son así y punto! ¡Dolce far niente! Y de ese modo dejan que todo pase»[2]. Muchas personas no se deciden nunca y cuando lo hacen, vuelven de forma obsesiva a replantearse el camino trazado. Dudan una y otra vez. Y acaban por decidir no tomando decisiones. Dejan pasar las oportunidades en la vida, como temiendo cometer un error irreparable. No decidir puede llevarme a no hacer nada. Dejo pasar la vida y no soy ni astuto ni sabio. ¿Dónde me encuentro yo? ¿Hacia dónde camino? A veces vivo en la superficie de las cosas. No navego por la hondura de mi vida. No sé administrar mi propia vida. Lo que más me conviene. Lo que me hace falta. ¿Cómo podré ser responsable de otras vidas si no sé manejar la propia? Quiero poseer esa madurez emocional que el corazón anhela. Le pido a Dios que me enseñe a administrar bien los talentos que me regala, mi tiempo, mi vida. Quiero sabiduría para invertir bien mi tiempo. Y mucha misericordia para acoger las vidas heridas que Dios me pide cuidar desde mi torpeza en medio del ajetreo del camino. Lo miro a Él. Quiero saber elegir mi camino de santidad, lo que Dios ha pensado para mí. Lo que hará que mi vida sea plena. Con lo poco que tengo. El otro día leía: «Hay otra expresión italiana maravillosa: l’arte d’arrangiarsi, el arte de sacar algo de la nada. La capacidad de convertir un puñado de ingredientes sencillos en un banquete o un puñado de amigos selectos en un fiestón. Para hacer esto lo importante no es ser rico, sino tener el talento de saber ser feliz»[3]. Quiero esa sabiduría para hacer algo muy grande a partir de algo muy sencillo. Inventar un plan maravilloso con los pocos mimbres que tengo a mi alcance. Con mi pobreza trazar un camino de felicidad. Con mis límites inventar una vida plena. Con los fracasos y contratiempos levantar un trampolín que me haga subir más alto, hasta el cielo. Desde mi pequeñez mirar siempre la altura. Desde mi muerte ver nacer la vida. Es el arte de sacar algo de la nada. Es un arte divino. Dios lo posee y me lo regala como don cada vez que me abro a su misericordia. Cada vez que lo suplico. Ojalá fuera capaz de sacar siempre algo de la nada. Algo de donde no hay. Y aprender a ser feliz en toda circunstancia. En la abundancia y en la escasez. Aceptando la realidad como una ventana abierta a la esperanza. Aprender a vivir así es un don sagrado. Porque muchas veces necesito tantas cosas para hacer muy poco. Mucho tiempo para no lograr casi nada. Mucha inversión para quedarme con las manos vacías. Muchos talentos para dar poco al que necesita. Sueño con sacar algo de la nada en todo lo que hago. Eso es lo que hace Dios con mi vida. Con mi pobreza enriquece a muchos. Con mi miseria da de comer a tantos. Con mi fragilidad sostiene a tantos hombres débiles. Son los milagros sencillos de la vida.

Me gusta mirar a María en estos días en los que el nuevo curso comienza. Mirarla a Ella y pensar en su nacimiento, en su dulce nombre, en su dolor al pie de la cruz abrazando a su hijo muerto con el corazón traspasado. Me conmueven su sufrimiento, su fidelidad, su fortaleza, su alegría. Me gusta pensar que Ella siempre me espera en el Santuario para pronunciar mi nombre, para darme un hogar y una misión. Y al llegar y sentirme en casa yo pronuncio también su nombre: María. Su nombre, que se puede traducir por amada, o elegida. Porque fue especialmente querida por Dios. Ella es excelsa, la preferida. Dios la creó y la soñó. Dios la quiso por encima de toda creatura. La amó en su belleza, en su verdad. Su nombre que también puede significar luz sobre el mar, Stella Maris. Pienso en María, en su luz por encima del mar. Ella es la estrella que me guía en medio de las tormentas, en medio de la oscuridad. Como ese faro que marca las rocas que tengo que evitar, o la ruta que debo seguir para llegar a puerto seguro. Ella tiene la hondura del mar y el horizonte ancho. Tiene la profundidad que yo anhelo y esa mirada que vislumbra el infinito. Tiene la inmensidad dibujada en sus ojos. Ella sostiene mi barca pequeña en medio de la vida. Y me guía por los mares hondos, por encima de las olas. Hoy pronuncio su nombre: María. Y Ella pronuncia el mío al verme llegar. Sí, me llama por mi nombre. Mi nombre auténtico. No ese nombre por el que me conocen muchos. Más bien ese otro nombre que sólo yo conozco. Lo pronuncia con voz clara en mi oído. Y me hace saber que siempre me espera, cada día, cada hora. Me espera y se alegra al verme llegar. Llegue como llegue. Sucio, cansado, herido. Sabe quién soy, conoce mi nombre. Ese nombre oculto bajo apariencias. Ese nombre desgastado por el cansancio y las heridas. Ella lo sabe, lo pronuncia. Y siempre está allí dispuesta a sostener mi paso, mi cruz, mi mirada. Dispuesta a darme ánimos para una nueva lucha. No me quita mi cruz. No me libera. No es posible. Ella no pudo quitarle tampoco el peso del madero a su propio Hijo. Sólo pudo sostenerlo con la mirada, alentarlo con sus lágrimas, darle esperanza con sus ojos. Hoy no puede cambiar mi suerte, alterar los planes, inventar un camino diferente. Por eso no lo hace. Y yo no lo espero. No le pido un milagro que me libere de cualquier cruz. No lo hago. Pero sí le pido otro milagro. Le pido ese milagro que logre transformar mi alma egoísta en un alma honda y profunda, generosa, sin límites. Le pido el milagro de comprender aunque sea mínimamente cuánto me ama Dios. De saberlo de verdad, con el corazón. El milagro de ahondar en mi vida y sumergirme en su profundidad. Aceptándome como soy. Le pido el milagro de poder llevar la cruz en el camino. Soportar con paciencia y alegría el dolor. Y seguir luchando una nueva batalla un nuevo día. Le pido el milagro de percibir aunque sea torpemente el significado verdadero de ese nombre de Dios que es misericordia. Y entender que en mi propio nombre hay oculta otra misión de misericordia para los hombres. No logro entender cómo Dios puede amarme sin condiciones, a cambio de nada. María con su amor me permite atisbar algo de ese misterio. Estoy llamado a perdonar y a perdonarme con el amor misericordioso de Dios. ¡Si lograra entenderlo! Quiero aprender a perdonar siempre desde mi incapacidad, Es posible porque Dios lo hace posible en mí. Y si yo, que soy torpe, logro amar así, ¿cómo será entonces ese amor que Dios me tiene?: «Comprendí entonces que así es como Dios nos ama y recibe a todos. Porque, si un ser humano deshecho y limitado es capaz de experimentar semejante episodio de total perdón y aceptación de sí mismo, pensemos la enormidad de cosas que Dios, en su eterna compasión, perdona y acepta»[4]. Mi amor es el pálido reflejo del amor de Dios. Hoy miro a María. Y veo cómo María me mira y me acepta. Noto su misericordia abrazando mis heridas. Es un milagro sentir que mi pecado no es nada importante cuando se sumerge en la hondura de su mar. En ese abrazo suyo en el que casi desaparezco. En Ella mis límites y agobios, mis caídas y torpezas, poco importan. El milagro de su amor me hace ser más consciente de la gratuidad del amor. Quisiera amar como María me ama. Llegamos a Ella con nuestras heridas y sabemos que es difícil llegar a perdonarnos a nosotros mismos. Sólo puede ser obra de la gracia. Por eso me gusta mirar a María. Me conmueve. Me gusta saber que Ella obra milagros en este lugar, en esta tierra del Santuario. Milagros de transformación. Logra cambiar mi mirada. Transformar mi vida. No lo dudo. Ya lo ha hecho. Ella obra grandes milagros. Decía el Papa Francisco: «Que nuestra Madre de misericordia nos enseñe a curar concretamente las llagas de Jesús en nuestros hermanos y hermanas. Al Señor no le gustan las puertas medio abiertas ni los caminos que se quedan a medias. No cerrar las puertas. Cada uno de nosotros guarda en el corazón una página personalísima del libro de la misericordia de Dios. Salir de nosotros mismos es un viaje sin billete de vuelta. Jesús busca corazones abiertos y tiernos con los débiles, nunca duros». María es Madre de misericordia. Y quiere educar hijos de misericordia. Lo puede hacer en mí si abro la puerta. Un milagro de misericordia en sus manos, abierto para otros. Pero para eso tengo que volver a agradecerle por las obras de misericordia que hace conmigo. A veces me amargo por lo que no sucede como yo deseo. Me pesan las cruces. Y no logro ver la luz en la noche, o el agua en el oasis del desierto. María me ayuda a mirar mi vida con esperanza. Y me hace ver lo misericordioso que es Dios conmigo. Sólo así podré yo salir, abrir mi puerta y dejar que otros lleguen a mi corazón y experimenten la misericordia de Dios.

Hoy en el Evangelio Jesús habla de un administrador infiel que derrochaba el dinero del dueño: «Un hombre rico tenía un administrador, y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: - ¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido». Un mal administrador. Un hombre corrupto. ¡Nos hablan tanto de corrupción! Estamos cansados. Es como si nadie fuera honesto en su trabajo, en su vida. Aunque sé que eso no es verdad. Hay personas que no son corruptas. El hombre de la parábola parece administrar mal los bienes de su señor. Es un ejemplo negativo para los que escuchan a Jesús. Nadie quiere que sus bienes sean mal administrados. Nadie quiere tener la fama de ser un mal administrador. Pero después Jesús lo pone como ejemplo. El hombre rico le da una nueva oportunidad. Y el administrador se convierte en modelo cuando actúa con astucia para ganarse el favor de otros: «El administrador se puso a echar sus cálculos: - ¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa. Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: - ¿Cuánto debes a mi amo? Éste respondió: - Cien barriles de aceite. Él le dijo: - Aquí está tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta. Luego dijo a otro: - Y tú, ¿cuánto debes? Él contestó: - Cien fanegas de trigo. Le dijo: - Aquí está tu recibo, escribe ochenta. Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido». Siempre de nuevo me sorprende este Evangelio. Un administrador injusto que después actúa con astucia para no quedarse en la calle y conservar amigos cuando lo despidan. Lo que nos pide hoy Jesús no es que seamos malos administradores, todo lo contrario. Lo que nos pide es que seamos astutos y seamos de fiar en todo: «Y Yo os digo: El que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el injusto dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro, quién os lo dará?». Jesús siempre me pide que lleve una vida honesta, honrada, justa, verdadera. Me pide que sea de fiar. Entonces me pregunto: ¿Soy de fiar para los demás? ¿Soy honesto en mi vida? ¿Soy de fiar cuando alguien me pide algo, cuando me confían un secreto? ¿Soy digno de confianza? ¿Protejo la imagen de las personas que confían en mí? ¡Qué importante es ser de fiar en esta vida! ¡Qué importante es administrar bien lo que se me confía! Cumplir, responder, sin eludir mis compromisos. ¿Lo hago? ¿Lo soy? Hoy me pide Jesús que lleve una vida honesta. Pero, ¿qué ocurre si fallo, si no estoy a la altura, si no soy honesto? El administrador había administrado mal los bienes de su señor, pero después actúa con sagacidad pensando en su propio beneficio. El amo lo felicita. Dios da siempre otra oportunidad. Es paciente. Nada está perdido. El amo perdona y vuelve a confiar. Una nueva oportunidad. Hoy se nos abre una puerta. La de la misericordia. Dios puede volver a confiar en mí. Es la gratuidad de Dios. Me mira con misericordia. ¡Cuántas veces le fallo y no soy fiel! Y Jesús se conmueve y me abraza. Es la medida de Jesús. Un amor sin medida. El dueño de mi vida vuelve a confiar en mí después de haber fallado y haber sido infiel administrando sus bienes. Me toma en sus brazos y cree de nuevo en mí. Eso me conmueve. Puedo volver a empezar.

Hoy Jesús me pide ser fiel en lo pequeño. Pienso en Jesús, en sus treinta años de vida oculta. Esa vida sencilla de Nazaret. Fue fiel en lo rutinario y oculto. En lo cotidiano, en las cosas más pequeñas que nadie veía. Años en los que no sabemos lo que hacía. Años en los que aprendía a vivir de María y de José. ¿Qué es para mí ser fiel en lo pequeño? A veces miramos a los políticos y nos quejamos de la corrupción y de las mentiras. Aceptan regalos injustos y se dejan comprar. Y nos indignamos porque no son trasparentes. Quizás yo, a mi escala, a veces me parezca a ellos. Yo también, como ellos, me dejo comprar. Pero como es en privado, y sólo yo lo sé, lo justifico. Otras veces me comparo con personas como la Madre Teresa y pienso que su vida fue grande. Y que la mía no cuenta. Que lo mío no vale. O me comparo con los sueños que tenía antes, cuando era más joven. Cuando soñaba con todo lo que podía llegar a ser, y lo comparo con lo que soy ahora. Y tiro la toalla con tristeza, dejo de luchar. Jesús me dice que sea fiel en lo pequeño para modelar mi corazón. Y que así, cuando la vida me lo pida, pueda llegar a ser fiel en lo grande. Quiero aprender esa fidelidad en lo pequeño. A veces, en lo que nadie ve, me cuesta más ser fiel. Esa fidelidad en lo escondido es dura. Me cuesta cumplir lo que me he propuesto, cuando nadie me mira. Hacer las cosas sin que nadie lo sepa. Caminar sin hacerlo al ritmo de los aplausos, en lo oculto de mi trabajo diario. Ser honesto en todo, aún cuando nadie lo sepa. Permanecer fiel a la palabra dada. Ser fiel en lo pequeño es entregarme en lo más rutinario. En lo que se repite cada día y a veces me cansa y no valoro. En mi vida tal cual es ahora, no como la soñaba ni como la sueño ahora. Dios me sueña así y para Él, mi vida es la más grande. Y todo lo que hago tiene un valor inmenso. Quiero ser fiel en lo poco. Eso supone ser santo y fiel en las cosas pequeñas. Perder el tiempo cada día con los hijos. Cuidarlos sin que lo valoren. Visitar a un familiar enfermo o alejado, cuando nadie me lo pide. Llamar al que nunca llamo. Cuidar al que no me pide que lo cuide. Cada día llegar puntual a mi trabajo, o a las citas, o a los compromisos. No hacer el mínimo para cumplir, hacerlo todo de formar extraordinaria. No vivir contando todo lo que hago, para que nadie tenga que alabarme por mis méritos. Ser fiel en lo pequeño es hacer bien lo que nadie ve, con humildad, con alegría. El otro día una persona que trabajaba en el peaje de una autopista, cuando fui a pagar y lo saludé, me dijo: «Pues aquí estamos. Trabajando un poquito». Con una sonrisa en la cara. Sin amargura. Sin desgana. Dignificando un trabajo tan rutinario y repetitivo. Me impresionó. Ser fiel es hacer bien lo que me toca. Dar lo que tengo donde Dios me lo pide. Aunque no sea el trabajo soñado o el lugar esperado. ¡Conozco a tantas personas insatisfechas con trabajos estupendos, que no saben valorar lo que tienen! Vivir sencillamente con alegría las cosas de cada día es santidad. Vivir las alegrías pequeñas que cambian la vida, porque nos hacen sonreír a todas horas. Ser fiel en lo pequeño es hacer las cosas de un modo grande, con un sentido, aunque sean las mismas de siempre. Ser fiel es estar al lado de los míos cada día, no sólo cuando pasen cosas importantes, sino en las sencillas y cotidianas. Es vivir mi vida con Dios y caminar con Él cada paso, sea lo que sea lo que me toque en el camino.

A veces dejo pasar el tiempo y pierdo la vida pensando: «Cuando me suceda esto sí que seré fiel. Si yo fuera de otra forma, podría hacer tanto. Si tuviera otras condiciones, otro trabajo, otra familia, entonces sí que lo haría». A veces sueño con grandes proyectos en mi trabajo. Sueño con irme de misiones. Sueño con cambiar el mundo a gran escala. Que lo sepan. Que se enteren. Que me aplaudan. Algo tan grande que haga que mi vida merezca la pena. El otro día leía una frase dicha hoy al P. Kentenich: «Padre, tu vida no ha sido en vano». Y es verdad. Su vida ha dado tantos frutos. Ha acercado con sus palabras y su paternidad a tantas personas al amor de Dios. Ha valido la pena. Pero esta misma frase quiero decírmela a mí mismo cada mañana. Sí, mi vida no es en vano. Vale la pena. Tal vez no tenga seguidores, tal vez muchos no conozcan mi entrega. No importa. Jesús me espera en el presente. En lo oculto de mi día. En esa realidad pequeña que yo no valoro tanto. Porque no me parece destacable, ni digna de admiración. En mi familia y su realidad. En mi trabajo pequeño del que no puedo presumir. Es ahí donde Dios me pide que me entregue, sin grandes aspavientos. Quiere que no que me reserve para grandes cosas. Dios quiere que viva a fondo lo que me toca vivir hoy. Vivir cada día tomando el regalo que ese día Dios me entrega. Ser fiel en lo pequeño es vivir abierto a lo que Dios me regala. Es buscarlo y dejarme encontrar en mi vida por Él. Les decía el Papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: «Te está invitando a soñar, te quiere hacer ver que el mundo con vos puede ser distinto. Eso sí, si tú no pones lo mejor de ti mismo, el mundo no será distinto. Es un desafío. El tiempo que hoy estamos viviendo, no necesita jóvenes-sofá, sino jóvenes con zapatos; mejor aún, con los botines puestos. Este tiempo sólo acepta jugadores titulares en la cancha, no hay espacio para suplentes. El mundo de hoy les pide que sean protagonistas de la historia porque la vida es linda siempre y cuando queramos vivirla, siempre y cuando queramos dejar una huella». Quiero darle las gracias a Dios por estar conmigo cada día. Eso es dar mi vida con Él. Levantarme de mi sofá y ponerme en camino. Tomar esa cruz que a veces me pesa y entregársela. Pienso que cada día tiene un secreto especial. Y a veces por nostalgias de pasado o por inquietudes de futuro no dejo que Dios me cuente este secreto sencillo de vivir con alegría. Mi vida no es en vano. Escucho que el mismo P. Kentenich me lo dice al oído. Para que crea, para que confíe. No necesito grandes experiencias místicas que me saquen de la rutina de mi vida. Pienso en Belén y en Nazaret. ¡Cuántos días cotidianos sin nada especial! Sólo Dios tocando la tierra. Y es ahí, en mis horas diarias, donde Dios me pide que sea fiel y alegre. Agradecido. Como lo hizo Jesús. Pienso que lo más importante es aprender a vivir. Lo que importa es cómo me entrego. No lo que hago. Eso es ser fiel en lo pequeño. Honesto en lo que nadie ve. En lo que no me van a pillar. En lo escondido y poco relevante. ¿Cómo trato a las personas que trabajan conmigo? ¿Cómo trato a las personas con las que me cruzo? Para cada uno ser fiel en lo pequeño tiene una connotación. Quiero pensarlo. ¿Qué es hoy para mí ser fiel en lo pequeño? ¿Qué es para mí lo pequeño? Me gustaría que Jesús modelara mi corazón a su medida. En lo pequeño y en lo grande. En lo escondido y en lo visible. Cumplir en mi trabajo, no mentir, hacerlo con alegría, ayudar al que sabe menos sin pensar que puede quitarme después mi lugar. Ser como soy siempre, no sólo a veces. Que mi palabra tenga valor. No criticar a otros para quedar bien yo. Pienso que mi vida se juega siempre en lo pequeño.

Hoy escucho hablar de bienes. ¿Cómo es mi relación con los bienes? ¿Miro con paz lo que viene por delante o me angustio ante el futuro incierto? El dinero me puede quitar la paz y no hacer realidad lo que me pide hoy S. Pablo: «Para que podamos llevar una vida tranquila y apacible, con toda piedad y decoro». Deseo una vida apacible y tranquila. Pero a veces la preocupación por el dinero, por el mundo, por el futuro, me quitan la paz. Sé que es necesario vivir en este mundo, echar raíces. Amar. ¡Cuánto cuesta vivir apegado y desapegado al mismo tiempo! Con raíces y libre. Hoy escucho una invitación a servir a un solo Señor: ¿A quién sirvo yo? ¿Quién es mi Señor? Es la pregunta que surge hoy en el corazón: «Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero». A veces me veo sirviendo a otros amos, en lugar de servir a Jesús. Dependiendo de otros juicios, de otras miradas. El otro día leía unas palabras de S. Juan Crisóstomo: «Muchas son las olas que nos ponen en peligro, y una gran tempestad nos amenaza. No tememos ser sumergidos porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca; aunque se levanten las olas, nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Nada trajimos al mundo; de modo que nada podemos llevarnos de él. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de vivir, si no es para vuestro bien espiritual». Me gustaría hacer vida en mí estas palabras. Libre y arraigado en Dios. Firme sobre la roca de Jesús, en su barca. Allí nada temo. Pero luego pienso en tantos bienes que me atan. La Madre Teresa me da un ejemplo a seguir. Su libertad, su entrega. Sus raíces, su pasión por la vida. Su vida me habla de desprendimiento y de santa indiferencia. Yo quiero eso. Quiero vivir para otros. Dar mi vida por otros. Ella, cuando más trabajo tenía, más rezaba. Yo no necesito tantas cosas para vivir. No necesito ser tan dependiente de los bienes materiales. Quiero más libertad. Quiero ser más de Dios.
 

[1] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[2] José Kentenich, Niños ante Dios
[3] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[4] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama