A cualquier estudiante de Historia, francés o no francés, le enseñarán invariablemente que la primera Academia en el curso de la Historia fue la Académie Française, en español Academia Francesa, fundada en 1635 por el Cardenal Richelieu, durante el reinado de Luis XIII. Ante la objeción de que no se trata propiamente de una academia científica, un francés responderá inmediatamente que la primera academia científica sigue siendo francesa, la Académie des Sciences, Academia de las Ciencias, fundada en 1666, ésta durante el reinado de Luis XIV, y bajo el patrocinio de su entonces valido Jean-Baptiste Colbert.

             Llegados a este punto, un inglés se tirará al cuello del francés en cuestión para recordarle que, aunque no más antigua que la Academia Francesa, la primera academia estrictamente científica no es la gabacha Académie des Sciences, sino que cuatro años antes, el 28 de noviembre de 1660, durante el reinado de Carlos II, ellos, los ingleses, ya habían fundado la Royal Society con la participación de científicos como William Brouncker, Boyle, Alexander Bruce, Robert Moray, Paul Neile, John Wilkins, Goddard, William Petty, Peter Ball, Lawrence Rooke o Abraham Hill bajo la presidencia del versátil Christopher Wren, el arquitecto de hasta cincuenta y dos iglesias en Londres cuando hubo que reconstruir la ciudad después del pavoroso incendio que sufre en 1666. Y que incluso desde 1640, aunque todavía no formalmente, ya venían produciéndose reuniones informales de esos grandes científicos ingleses que contenían en germen el espíritu de la Royal Society.

             Entretanto, España a lo de siempre. Gobernada por un rey brutal y embrutecido, Felipe IV, el cual muere en 1665 coincidiendo, año más año menos, con la creación de ambas academias científicas, la inglesa Royal Society, -recuerden 1660-, y la francesa Académie des sciences, -recuerden, 1666-. Y preparada, nuestra retrasada España, que sólo era el amo del mundo gracias a la brutalidad de sus gobernantes y a la ferocidad de sus soldados, a sentar en el trono a un rey todavía más incapaz, torpe y retrasado que Felipe IV: su hijo Carlos II, ya saben Vds. “el Hechizado”.

             Pues bien, no, sencillamente no. Porque resulta que la primera academia de ciencias en la Historia no es ni inglesa ni francesa. La primera academia de ciencias de la Historia es… ¡¡¡española!!! Sí señor, como lo oyen Vds.: los burros, retrógrados, retrasados, indolentes, incultos y asnales españoles habían creado la primera Academia de las Ciencias del mundo, la llamada Academia Real Mathematica, fundada por Juan de Herrera… ¡¡¡en 1584!!! Esto es, 78 años antes que la Royal Society inglesa, y 82 años antes que la Académie des Sciences francesa. E incluso 51 años antes de la Real Academia Francesa. Uno más de esos datos que la Historia silencia de manera sistemática cuando de la Historia de España se trata.

             La Academia Real Mathematica, conocida también como Academia de Matemáticas de Madrid, será fundada por Felipe II el 25 de diciembre de 1582, a propuesta del que era su aposentador mayor, Juan de Herrera, arquitecto, al igual que el fundador de la Royal Society, y creador de ese monumento sin par que es el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

             Según asentará su propio fundador, éstas son las finalidades de la Academia:

             “Y para que haya geómetras diestros en el medir todo género de superficies, cuerpos, campos y tierras; astrónomos inteligentes y fundados en la astronomía y ciencia del curso y movimiento de los cielos; músicos expertos en la teórica sin la cual es imposible que sepan dar razón demostrativa de las consonancias musicales; cosmógrafos científicos para situar las tierras y describir las provincias y regiones; pilotos diestros y cursados que naveguen la mar y sepan guiar con seguridad las grandes flotas y poderosas armadas que de estos Reinos para todo el mundo salen y navegan; arquitectos y fortificadores fundados y curiosos, que con fábricas magníficas y edificios públicos y particulares, ennoblezcan las ciudades y las fortifiquen y defiendan, asegurándolas del ímpetu de los enemigos; ingenieros y maquinistas entendidos en el arte de los pesos, fundamento para hacer y entender todo género de máquinas de que la vida política y económica se sirve; artilleros y maestros de instrumentos y aparatos bélicos y fuegos artificiales para las baterías y otros usos y necesidades de las guerras; y, asimismo, fontaneros y niveladores de las aguas para los aguaductos y regadíos, que en estos Reinos tan importantes y convenientes serían, y para desaguar y beneficiar las minas de los ricos metales que hay en estos Reinos y en los de entrambas las Indias; y para que también haya horologiógrafos de relojes solares y de movimiento materiales; y, últimamente, perspectivos, pintores, escultores, afamados y con fundamento de la una y otra perspectiva.”

             En ella servirán algunos de los sabios más grandes de su época, así el portugués Juan Bautista Labaña, los españoles Pedro Ambrosio de Ondériz, Juan Arias de Loyola, Juan Cedillo Díaz, Cristóbal de Rojas, Pedro Rodríguez de Muñiz, Andrés García de Céspedes, o el milanés Giuliano Ferrofino.

             A partir de 1625 toman el control de la institución los profesores del llamado Colegio Imperial de San Isidro, una institución de tipo académico también, incluso más antigua que la Academia Madrileña, de la que aún queda en Madrid un recuerdo a través de la madrileña calle llamada de los Estudios. Un instituto fundado en 1569, regido por la Compañía de Jesús, momento a partir del cual, la Academia Real Mathematica  cae bajo la égida de los jesuitas, tanto españoles como extranjeros, entre los cuales profesores de la talla de un Claudio Ricardo, un Jean-Charles de la Faille, un Jacobo Kresa, un Johann Baptist Cysat, un Pedro de Ulloa, un Alejandro Berneto, un Nicasio Gramatici, un Manuel de Campos, un Carlos de la Reguera, un Pedro de Fresneda, un Juan Wendlingen, un Christian Rieger o un Tomás de la Cerda.

             Aunque Carlos III se negará a cerrar la Academia cuando en 1767 procede a la expulsión de los jesuitas, lo cierto es que a partir de ese momento ésta quedará herida de muerte, siendo definitivamente clausurada en 1783.

             Lo que no es óbice para que entre las academias científicas, y aunque no haya llegado a nuestros días, sea la más antigua, y no por tres o cuatro años, como se la disputan entre ingleses y franceses, no, sino por un lapso de tiempo que supera en todos los casos, el medio siglo, e incluso bastante más.

             Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.

 

            ©L.A.

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