Si hace ya unos días hablábamos de la obligatoriedad o no de los cristianos de portar un nombre cristiano (pinche aquí si le interesa el tema), vamos a hablar hoy de un tema adyacente que puede llegar a parecer el mismo, pero que en realidad, no lo es: la costumbre de esos mismos cristianos de portarlos.
 
            Lo primero que debe decirse al respecto es que la lectura de los textos canónicos permite concluir que los judíos entre los que fueron reclutados los que cabe denominar los “primeros cristianos” portaban tanto nombres judíos como griegos. Sólo en el ámbito de los apóstoles, tres por lo menos portaban nombres griegos: Andrés, Felipe y Bartolomé, un curioso nombre formado por una partícula aramea “bar”, “hijo de”, y un nombre griego “Ptolomeo”.
 
            Cabe otorgar aquí un lugar de honor a los nombres de exclusiva y precisa creación por parte de Jesús: así “Pedro”, que es como Jesús bautiza a Simón bar Jonás, o incluso, posiblemente, “Mateo”, que podría ser –es sólo una hipótesis y por cierto, muy personal- el nombre dado por Jesús a su apóstol Leví.
 
            El estudio de los primeros escritos del cristianismo y de las inscripciones de las catacumbas permite constatar que los nombres de los cristianos durante los tres primeros siglos no difirieron significativamente de los de los paganos que los rodeaban. Lo que, por otro lado, es bastante lógico, porque de haberse ceñido los cristianos a los nombres considerados entonces cristianos, es decir, los aparecidos en los textos canónicos y poco más, apenas habrían podido elegir entre unas pocas decenas, y como ya hemos visto, tanto de procedencia griega como hebrea.
 
            En un segundo momento, los nombres paganos empiezan a cristianizarse a través de los mártires que los portan, los primeros santos del cristianismo, y de otros nombres que se empiezan a crear en función de los relatos exclusivamente cristianos, curiosa categoría a la que pertenecen nombres como “Christophorus” (el que porta a Cristo que da el español “Cristóbal”), “Redemptus” (Redimido), “Restitutus” (Restituído), “Verónica” (verdadera imagen), “Epiphanius”, “Benedictus”, “Deogratias”, etc..
 
            Eusebio de Cesarea en su “Historia Eclesiástica” de principios del s. IV, escribe lo siguiente:
 
            “Yo creo que hubo muchos con el mismo nombre del apóstol Juan, los cuales por amor a él y por amarlo y admirarlo y escucharlo y por querer ser amados lo mismo que él por el Señor, se aficionaron a ese mismo nombre, de igual manera que entre los hijos de los fieles abundan los nombres de Pablo y de Pedro” (HistEcl.7, 25, 14).
 
            Texto que según está redactado, da buena cuenta de que a principios del s. IV, cuando Eusebio escribe su importante obra, la costumbre de poner nombres cristianos se empieza a consolidar, pero ni está absolutamente impuesta, ni mucho menos es obligatoria.
 
            Lo que contradice a unos coetáneos “Cánones Arábicos de Nicea” de dudosa autenticidad, que afirman la imposición del primero de los Concilios “de dar solo nombres de cristianos en el bautismo”, contradicción que, por otro lado, abunda en el carácter apócrifo de los cánones.
 
            Lo cierto es que en pleno medievo siguen predominando nombres que carecen de onomástica cristiana previa: así por ejemplo, Guillermo, Roberto, Rogelio, Hugo y un largo etcétera, y en los países germánicos más que en los latinos. Bien que, como había ocurrido ya en el caso de los mártires, un proceso diferente cual es el de la progresiva canonización de personas que portan esos nombres, los irán incorporando al santoral cristiano.
 
            El Catecismo del Concilio de Trento del año 1556, al tratar las partes de la que consta la ceremonia del bautismo, nos dice:
 
            “Por último, se impone al bautizado un nombre de santo, por dos motivos principales: el primero, para que tenga un modelo que imitar en santidad y virtud; el segundo, para que este Santo sea su abogado, tanto en la vida espiritual como en la corporal. De donde se deduce cuán mal obran los que quieren poner a sus hijos nombres de gentiles, y sobre todo de los que fueron más perversos, como si se deleitasen en el recuerdo y en la mención de nombres impíos”. (Parte II “Los sacramentos”. Capítulo I. El sacramento del Bautismo. X. Ceremonia del bautismo, num 76)
 
            Y si bien es cierto que para entonces los nombres cristianos se hallan absolutamente impuestos en la cristiandad, no menos lo es que la tajante imposición del antepenúltimo concilio ecuménico de la cristiandad no debió de ser tenida en cuenta igualmente en todas partes cuando, por poner un solo ejemplo, un libro como el Ritual de Bourges del año 1666 dirigido a padres y abuelos –y al que tendremos ocasión de referirnos en otra ocasión por una circunstancia muy especial que de momento no les desvelo-, todavía urge a dar “a los niños nombres de hombres santos y a las niñas los de aquellos de mujeres santas tal y como lo requiere el correcto orden”, lo que da buena cuenta de que la costumbre sigue sin ser universal.

             Con todo lo cual me despido por hoy, no sin desearles como siempre, que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.
 
  
            ©L.A.
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