Cristo nos ama, sí, nos ama. No le importa cuán pecadores o irrelevantes podamos ser los seres humanos. Él siempre está con nosotros, en un estado de alerta y atención constante. Nos perdona, nos ayuda a liberarnos del mal y de la culpa, nos ampara en los peores momentos. Al mismo tiempo, el Paráclito siempre abre caminos alternativos ante los problemas.

Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 19, 16-19) es una máxima bíblica que nos ayuda a abstraer que el no egoísmo no implica, en absoluto, desatendernos en absoluto a nosotros mismos. Hete aquí no solo lo evidente de un buen estado de razocinio mental y de la suficiente calidad moral. Hablamos de uno de los intentos sinópticos más valorables, en relación a los Mandamientos de la Ley de Dios.

Hablamos de nociones como el amor a Dios sobre todas las cosas, el honor a la autoridad paternal, el principio de no agresión (no hurtar ni mentir ni matar, entre otras cosas) y el abstenerse de codiciar los bienes ajenos. Sí, unos postulados que de manera breve y sencilla tratan de protegernos de la caída en la trampa de los siete pecados capitales: ira, envidia, lujuria, soberbia, gula, pereza y avaricia.

Con ello, es obvia la conveniencia de que la acción humana (a poderse explicar desde una praxeología no necesariamente amoral y utilitarista) esté guiada por unos buenos estándares morales. Esto no quiere decir que esta deba basarse en un patrón superior, supremo y homogéneo. No olvidemos que cierta complejidad es evidente en la espontaneidad naturalmente ordenada, en la que al Bien nos haga llegar nuestra libertad.

Ahora bien, hay fenómenos naturales y espontáneos que, siendo intrínsecos a la dinámica sistemática de la vida en sociedad, pueden acarrear dilemas éticos, morales y espirituales (en ocasiones, bajo todos nuestros respetos, por no haberse profundizado en mínimos sobre nociones básicas de economía).

Hablaremos sobre la cuestión de la libertad de mercado, del libre comercio. Nuestra enfatización pro libertas es la mera contraposición al dirigismo artificial estatal, bajo sujetos igual de corruptibles que los demás (huelga decir que la acción humana, por su complejidad, no puede tener ninguna clase de patrón único y rígido; de hecho, los intentos son tanto frustrados como peligrosos, tal y como nos ha demostrado la Historia).

Ahora bien, hay quienes confunden esa concepción negativa de la libertad, que no necesariamente es amoral así como tampoco anti-tomista, con el libertinaje moral que es, más bien, intrínseco al relativismo moral (el hecho de que todo vale, de que no hay principios rectores, de que no hay una Verdad natural a considerar) de cuya hegemonía ya advirtió en varias ocasiones Benedicto XVI.

Ya me he pronunciado, humilde pero sinceramente, en varias ocasiones, en defensa de la legitimidad moral y espiritualmente cristiana de la economía de mercado, reconocida en una acepción positiva en la famosa encíclica Centesimus Annus de San Juan Pablo II (mejor dicho, se estipula que el capitalismo tiene legitimidad si se interpreta como algo basado en la libre empresa y los derechos de propiedad).

Pero en esta ocasión me voy a centrar en un punto moralmente fuerte (obviamente positivo, lo cual ya dejo escrito de antemano): la posibilidad de ser generoso con el prójimo mediante un intercambio voluntario que no entiende de barreras geográficas, diferencias faciales y cuestiones temporales. Alguno nos restregará la cuestión dineraria, pero también se mencionará.

Participando en el mercado, contribuimos al bien común

El mercado es el entorno sistemáticamente natural y espontáneo en el que, como miembros de una sociedad, tratamos de resolver distintos problemas, atender determinadas necesidades y satisfacer ciertos deseos. Las características de estos llegan hasta el infinito mientras que las formas técnicas, normativas y jurídicas de las entidades o sujetos participantes son variopintas (autónomos, mineros de blockchain, pequeños empresarios...).

También hay recompensas y castigos, en base a decisiones como el participar en una compra o venta así como el criticar o aplaudir a quien corresponda. De igual modo, nadie está privado de dar lo mejor de sí, resolviendo varios intereses sociales de manera espontánea, ya sea emprendiendo o entrando con buenos modales en el mercado de trabajo (empleados con iniciativa y bondad).

Bajo cierto prisma moralista, hay una negación de la benevolencia por parte de algunos, al tener una mala concepción del dinero. Justo del mismo modo que se podría caer en el absurdo reduccionismo de equiparar un balcón a una infraestructura de suicidios o el vino a algo con lo que, en exceso, puedes ver tu conciencia considerablemente alterada y poner en peligro la vida de algún viandante o conductor en caso de que conduzcas.

Pero hay que tener en cuenta que el dinero es simplemente un medio de cambio, dado que quien presta el servicio, por muy buenos dones de servicio que tenga, siempre va a esperar una recompensa por el servicio que presta, por la calidad de sus productos... Además, esto depende única y exclusivamente de la libertad de elección que nos caracteriza a los consumidores.

Además, la economía funciona mejor cuando se entiende y se lleva a la práctica la conciencia sobre el hecho de que solo Dios sabe cuál es el precio justo, tal y como postulaba el escolástico Xoán de Lugo. El valor único e invariable no existe ni para bien ni para mal. Existe una subjetividad evidente del precio de toda cosa intercambiada, que depende única y exclusivamente de nuestras apreciaciones y consideraciones.

Con lo cual, podemos decir que las exacerbadas regulaciones económicas no solo implican un inconveniente en la medida en la que destruyen el tejido productivo y ocasionan daños macroeconómicos. Más bien, dado su perjuicio a la prosperidad material, impiden el desarrollo poliaspectual de muchas familias y buenos individuos que tratan de servir, dando lo mejor de sí, al prójimo.

La envidia, la ira y la soberbia afectan de una u otra forma al ansia de planificación centralizada que lleva a cabo el socialista de turno. De hecho, recordemos que esta ideología tan criminal y siniestra puede ser considerada como una compilación de pecados capitales. Además, del mismo modo que todos podemos salvarnos y que nadie tiene negada la gracia, cabe indicar que el poder fomenta la corrupción moral y espiritual del hombre.

Algunos podrán pensar que nos da igual que "los gigantes se coman a los pequeños" cuando precisamente el corporativismo ha sido posible gracias al voraz y asalvajado intervencionismo estatal. Pero no es así, ya que más bien, nos duele que se nos compliquen muchas iniciativas con las que ganaríamos todos, por culpa de la excesiva presión burocrática y fiscal.

Queremos que quien lo desee pueda emprender libremente (además, tengo esperanza en la medida en la que la red de redes y las cadenas de bloques pueden ayudarnos a romper cadenas impuestas por ese ente de trasfondo demoníaco). Y sí, sabemos que lo loable es que la libertad sirva para hacer el bien, pero no tiene sentido que el mayor enemigo del orden natural y de la propiedad sea considerado como salvador cuando es más bien el Demonio.

Igualmente, es lógico, sin necesidad de sumergirnos como teóricos en el asunto del principio de subsidiariedad, que uno quiera apoyar con sus decisiones de intercambio a los comercios de proximidad, cosa que es totalmente legítima. Cada cual es libre de hacer lo que quiera con su dinero y si se desea apoyar al vecino tras valorar positivamente sus productos, pues genial.

El problema se da cuando creemos que a base de excesiva demanda interna se solucionan muchos problemas de crisis y escasez (ojo, que nadie está diciendo que tengamos que privarnos de ser productivos en aspectos como las energías nucleares y el fracking). De igual modo cuando, recayendo en la incoherencia o en la envidia, no queremos que los nuestros puedan disfrutar de lo que ofrece un foráneo que merece recompensa.

A nosotros tampoco nos disgusta ver cómo los productos gastronómicos de Extremadura, Andalucía y la Comunidad Valenciana aparecen a la venta, con éxito, en Reino Unido, Italia, China, Estados Unidos e Irlanda, entre otros. Con lo cual, no pasa nada si el Tercer Mundo se beneficia del comercio, que le puede liberar de la pobreza (sin estar perpetuados en ayudas a la cooperación y planes de caridad que parchean en vez de dejar crecer).

Con lo cual, podemos decir que la libertad de mercado o de comercio, como proceso natural, es algo que puede ser defendido sin ser acusado de amoral. De hecho, hemos de solidarizarnos con aquellos que son víctimas de la bota de la Artificial Providencia. Al mismo tiempo, no olvidemos ni nuestros dones creativos e innovadores así como tampoco la máxima de universalidad del Cristianismo. Subsidiariedad y libertad.