Hemos celebrado ayer el 530 aniversario de la conquista de la ciudad de Granada por los Reyes Católicos y con ella, el fin de la larga Reconquista española que había durado casi ocho siglos. Podríamos tomar carrerilla y añadir “y el final del islam en España”, afirmación de todo punto errada, pues aún seguirá existiendo en nuestro país una nutrida comunidad morisca, muchos de cuyos miembros seguirán practicando el islam durante tantos años, más de un siglo.

            Todo ello ocurría pocos años después de que se produjera la caída de la ciudad más emblemática de toda Europa en manos “extrañas” diferentes a las que venían rigiendo en ellas de manera tradicional, -hablamos de Constantinopla-, cosa que acontecía en 1453. Uno y otro hecho, oportunamente relacionados –un enfoque histórico en el que deberíamos insistir más por su importancia-, marcan las fronteras definitivas de Europa, ese emporio cristiano situado en el gran continente euroasiático, limitado el este y el sur por el islam.

            La conquista de Granada por los Reyes Católicos para España y para la cristiandad va a representar el reverso de la moneda de la conquista de Constantinopla. En todos los sentidos: primero, porque aquí no es el islam el que se impone sobre el cristianismo, sino justamente al contrario, es el cristianismo el que se impone sobre el islam. Desde este punto de vista, cabe hablar de una “hermosa revancha cristiana”.

            Pero segundo y no menos, porque las condiciones de la rendición en nada se van a parecer a las practicadas en la otrora capital del Imperio Romano, con unas concesiones inimaginables que hablan, a la vez, tanto de la generosidad como de la confianza en sí mismos de los grandes vencedores de esa contienda, los Reyes Católicos.

            Y es que contrariamente a lo que suele retener el imaginario colectivo, la población granadina no fue expulsada de Granada, -ni desde luego, pasada a cuchillo como sí lo fue la constantinopolitana-, sino que permaneció en la ciudad, nutriendo lo que a partir de ese momento pasará a ser conocido como la “comunidad morisca”, elemento mayoritario de la población granadina durante muchos muchos años todavía.

            Pero no sólo eso, es que ni siquiera su rey, Boabdil el Chico, fue expulsado, ni ejecutado, ni encerrado… ¡sino que se le concedió un señorío en las Alpujarras en las tahas (o distritos, si se quiere) de Berja, Dalías, Boloduy, Andarax, Marchena, Juviles, Láchar y Ugíjar! Y con ello, la posibilidad de permanecer en España en unas condiciones acordes a su rango social y muy superiores a las que hasta ese momento recibiera en algún lugar del mundo ningún monarca derrotado, cuya preocupación fundamental, en tesitura tal, solía consistir, simplemente, en conservar la cabeza sobre los hombros.

            Condiciones hasta tal punto generosas que, insuficientemente satisfecho en su nueva posición, cuando por voluntad propia, -quede claro, por voluntad propia-, el monarca derrotado decide abandonar lo que eran las tierras de su antiguo reino y los de su nuevo señorío, los mismos que lo habían vencido y donado graciosamente ese señorío sobre el que reinaba le compran los derechos del mismo, para que disponga de líquido suficiente con el que emigrar a donde estime oportuno, destino que no será otro que la ciudad de Fez, en Marruecos, al otro lado del estrecho.

             En toda la historia, repito, en toda la historia, se han conocido mejores condiciones de capitulación para una cabeza descoronada. Y menos aún, si las comparamos con las que son las condiciones en la batalla de la que se constituye en réplica histórica: Constantinopla.

            La famosa historia de un Boabdil que parte para el exilio –exilio que ya habría representado suficiente generosidad por parte de su vencedor, quien normalmente no se habría satisfecho con menos que su cabeza sobre una bandeja- todo lloroso y acongojado mientras su madre le humilla reprochándole “llorar como mujer por lo que como hombre no había sabido defender”, es sólo un recurso literario, -precioso por otro lado-, pero no otra cosa que un recurso literario, producto de la fecunda imaginación de un autor con nombre y apellido, el cual conocemos bien y no es otro que el padre Juan de Echevarría, que la concibe en su obra “Los Paseos de Granada”, escrita en 1764.

            Esta y otras muchas noticias de una semana tan especial como aquélla en la que estamos se las contamos a Vds. en nuestro programa de Radio María “Esta no es una Semana Cualquiera” (al que puede acceder Vd., si lo desea, pinchando aquí).

            Que hagan Vds. mucho bien y no reciban menos.

 

 

            ©L.A.

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