2.- LOS MÁRTIRES DEL CERRO

Los cinco obreros que quedaron a la expectativa hasta el día 23, pudieron adivinar desde allí lo que debió ser el asalto y destrucción del Cuartel de la Montaña el día 20. En la mañana del día 23 fueron descubiertos por traición y ejecutados por un piquete de milicianos, pero ya que no como sacerdotes o religiosos, sí como al servicio de Cristo Rey, como se vio en la saña con que respondían a sus vivas a Cristo Rey. Sobre sus cadáveres no dudaron en dejar escrito, junto a una imagen del Sagrado Corazón que llevaban, que por Él les asesinaban. Sus nombres, dignos de veneración como sus restos, colocados ya en la cripta del nuevo monumento, son: Justo Dorado, Blas Ciarreta, Fidel Barrio, Vicente del Prado y Elías Requejo (hay que añadir a estos cinco, dos capellanes, cincuenta obreros y veintiséis obreras de dichas compañías).

La furia de aquellas chusmas fanatizadas intentó en vano destruir el monumento a lo largo de aquellos últimos días de julio.

El día 28 tuvo lugar aquel acto salvaje del fusilamiento de la imagen por un piquete a la voz de una miliciana. Como indicio del odio que dirigía sus tiros, se puede ver todavía, en las dos piedras que corresponden al Corazón, el impacto de más de veinte balazos, en forma de nueva corona de espinas que le rodea; pero es curioso que ninguna dio propiamente en el Corazón, a pesar del odio que los lanzaba. Con todo cariño veneran hoy esta imagen dentro de su clausura las madres carmelitas.

El día 31, fiesta de San Ignacio, se intentó varias veces volar el monumento, pero solo con efectos parciales. Esto irritó más a aquellos infelices, que desfogaban su rabia golpeando y mutilando las imágenes de los dos grupos que hacían como escolta, sin perdonar siquiera la de los niños. Los días siguientes pudieron parecer tranquilos si no fuera por el miliciano que vigilaba con su fusil como ante un reo condenado a muerte. El día 5 subieron más de cien coches cargados de hombres furiosos y mujerzuelas en busca de botín y de desahogar su furia.

El día 6 se presentó un camión cargado de un potente tractor que parecía que iba a ser definitivo. Pero inútil a pesar de su furia, mezclada de blasfemias inmundas. En la noche del 6 al 7 se proveyeron de toda clase de medios de destrucción y llegaron muchos camiones cargados de dinamiteros expertos, que querían hacer el último esfuerzo validos de perforadoras para multiplicar las cargas de explosivos y colocar las mechas con toda su rabia concentrada. Al anochecer, seguros de estar todo a punto, aplicaron el fuego a la mecha y, tras una explosión triple, enorme, al disiparse la nube de densa humareda lanzaron su grito salvaje: ¡Había caído, al fin, el que juzgaban su gran enemigo! Las monjitas, que observaban temblando desde su buhardilla de las ursulinas de Getafe, pudieron ver con pena que la imagen del Señor ya no se alzaba como en otros intentos, sino que había caído destrozada sobre el suelo. Al descender aquella chusma frenética del Cerro, parecían celebrar su hazaña como un triunfo entre gritos y blasfemias. Había que difundirlo por todos los medios, incluso la foto del fusilamiento a las órdenes de una mujerzuela. En razón a su significado para unos y otros, pudo muy bien calificarse este acto de sacrílego sintético, como escribió en su pastoral colectiva el Episcopado español en 1937, al resumir los efectos de aquella furia de los sin-Dios en los primeros meses de vandalismo.

Con revancha de aquel odio contenido, se trató de dar un nombre a aquel sitio que borrara lo que había significado: el Cerro Rojo serviría para levantar una estatua a Lenin, o a Judas, o al mismo Demonio.

Aquel montón de ruinas de lo que fue el monumento era un testimonio mudo del odio satánico de quienes a toda prisa trataban de borrar de nuestro mapa toda huella religiosa. Incendios, destrucciones, asesinatos por todas partes (muchas veces con increíble ensañamiento), se multiplicaban sobre todo en las primeras semanas de agosto y septiembre. Hasta en los mismos cementerios quedó la huella de esta barbarie: había que borrar toda señal religiosa, como las cruces y la inscripción que testifican la fe cristiana.