Navidad cristiana
Es la ocasión propicia para que los cristianos podamos meditar el Evangelio, y de ahí consigamos la convicción y el compromiso de no dar la espalda al mundo, en una sociedad relativista, materialista y descreída, sino que nos impliquemos en ser cooperadores de la verdad
por Javier Pereda
“¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle”. Esta fue la pregunta de los Magos al llegar a Jerusalén, que provocó una gran inquietud entre todos sus habitantes, y especialmente en el rey Herodes, que consiguió gobernar en vasallaje al Imperio Romano.
La verdadera preocupación de este idumeo era que pese a la advertencia de Jesús: “Mi reino no este de este mundo”, veía peligrar su reinado. Con la excusa de ir adorar al recién nacido, envió a los Magos a Belén, encomendándoles que le avisaran al encontrarlo.
Su gobierno se caracterizó por la crueldad: mató a la mayoría de sus mujeres, a varios de sus hijos y a un buen número de personajes influyentes. Sus torcidas inclinaciones se ponen a las claras cuando los Magos se percatan de sus aviesas intenciones; de hecho, como profetizara Jeremías, ordena matar a todos los niños inocentes de Belén de menos de dos años.
La tradición tardía de los evangelios apócrifos nos dice que los Magos eran tres reyes hermanos, originarios de Persia, llamados Melchor, Gaspar y Baltasar. Y el Nuevo Testamento nos relata que estos estudiosos del firmamento siguieron la estrella hasta pararse sobre el sitio donde estaba el niño con María, su madre, y se llenaron de inmensa alegría; postrándose le adoraron, y abriendo sus cofres le ofrecieron presentes: oro por ser rey, incienso por ser Dios y mirra por ser hombre.
Es esencial la figura de José, padre putativo de Jesús, que empadronó a la Sagrada Familia según el edicto de César Augusto, y que recibe el encargo de huir a Egipto hasta la muerte del déspota.
Con el nacimiento del Salvador: el Mesías, el Señor –anuncio del ángel a los pastores–, descendiente de la estirpe de David, se habían cumplido todas las profecías: la estrella que anuncia su nacimiento (Números 24, 17), la ciudad de Belén en la que nace (Miqueas 5, 1), la sumisión a Dios de los reyes de la tierra que ofrecen sus dones y lo adoran (Isaías 49, 23) y también que es Hijo de Dios, que cumple la obra de la salvación (Éxodo 4, 22).
El nacimiento de Cristo es el acontecimiento histórico más relevante de la historia de la humanidad por su trascendencia, tal y como anuncia expectante la creación entera con gemidos inenarrables: “Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque” (Salmo, 95, 1).
Después de los misterios de la Pasión y Resurrección del Señor, centro de la vida litúrgica de la Iglesia, se encuentra el misterio, estrechamente relacionado, de la encarnación del Hijo de Dios.
Esta celebración universal tiene plena actualidad porque nos ayuda a replantearnos en medio de nuestros quehaceres ordinarios, nuestras prioridades, nuestros valores, nuestra forma de vida.
En el diálogo que mantuvo Jesús con Poncio Pilato le viene a explicar la razón última de su nacimiento: “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”. A lo que el prefecto de Judea le replica, sin esperar respuesta posible y con cierta ironía: “¿Qué es la verdad?”.
Viene a traer la verdadera paz al mundo, y para ello su cometido pasa por derrotar al pecado y a la muerte. Cada Belén nos enseña la humildad, la pobreza, la sencillez con la encarnación del Hijo de Dios; que Jesús, María y José, son el modelo de correspondencia al amor infinito de Dios, lo que supone, necesariamente, saborear gustosamente el sacrificio corredentor de la Cruz.
De ahí que estos días sean de inmensa alegría, la que tuvieron los Magos al encontrar la estrella que les condujo hasta el Niño, que se manifiesta –Epifanía–, respetando nuestra libertad, como remedio a nuestras flaquezas y limitaciones.
Es la ocasión propicia para que los cristianos podamos meditar el Evangelio, y de ahí consigamos la convicción y el compromiso de no dar la espalda al mundo, en una sociedad relativista, materialista y descreída, sino que nos impliquemos en ser cooperadores de la verdad.
Es una llamada a respetar la dignidad suprema de cada ser humano, especialmente los más débiles y vulnerables, contribuyendo a la urgente tarea de implantar la paz, la justicia y el amor.
La verdadera preocupación de este idumeo era que pese a la advertencia de Jesús: “Mi reino no este de este mundo”, veía peligrar su reinado. Con la excusa de ir adorar al recién nacido, envió a los Magos a Belén, encomendándoles que le avisaran al encontrarlo.
Su gobierno se caracterizó por la crueldad: mató a la mayoría de sus mujeres, a varios de sus hijos y a un buen número de personajes influyentes. Sus torcidas inclinaciones se ponen a las claras cuando los Magos se percatan de sus aviesas intenciones; de hecho, como profetizara Jeremías, ordena matar a todos los niños inocentes de Belén de menos de dos años.
La tradición tardía de los evangelios apócrifos nos dice que los Magos eran tres reyes hermanos, originarios de Persia, llamados Melchor, Gaspar y Baltasar. Y el Nuevo Testamento nos relata que estos estudiosos del firmamento siguieron la estrella hasta pararse sobre el sitio donde estaba el niño con María, su madre, y se llenaron de inmensa alegría; postrándose le adoraron, y abriendo sus cofres le ofrecieron presentes: oro por ser rey, incienso por ser Dios y mirra por ser hombre.
Es esencial la figura de José, padre putativo de Jesús, que empadronó a la Sagrada Familia según el edicto de César Augusto, y que recibe el encargo de huir a Egipto hasta la muerte del déspota.
Con el nacimiento del Salvador: el Mesías, el Señor –anuncio del ángel a los pastores–, descendiente de la estirpe de David, se habían cumplido todas las profecías: la estrella que anuncia su nacimiento (Números 24, 17), la ciudad de Belén en la que nace (Miqueas 5, 1), la sumisión a Dios de los reyes de la tierra que ofrecen sus dones y lo adoran (Isaías 49, 23) y también que es Hijo de Dios, que cumple la obra de la salvación (Éxodo 4, 22).
El nacimiento de Cristo es el acontecimiento histórico más relevante de la historia de la humanidad por su trascendencia, tal y como anuncia expectante la creación entera con gemidos inenarrables: “Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque” (Salmo, 95, 1).
Después de los misterios de la Pasión y Resurrección del Señor, centro de la vida litúrgica de la Iglesia, se encuentra el misterio, estrechamente relacionado, de la encarnación del Hijo de Dios.
Esta celebración universal tiene plena actualidad porque nos ayuda a replantearnos en medio de nuestros quehaceres ordinarios, nuestras prioridades, nuestros valores, nuestra forma de vida.
En el diálogo que mantuvo Jesús con Poncio Pilato le viene a explicar la razón última de su nacimiento: “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”. A lo que el prefecto de Judea le replica, sin esperar respuesta posible y con cierta ironía: “¿Qué es la verdad?”.
Viene a traer la verdadera paz al mundo, y para ello su cometido pasa por derrotar al pecado y a la muerte. Cada Belén nos enseña la humildad, la pobreza, la sencillez con la encarnación del Hijo de Dios; que Jesús, María y José, son el modelo de correspondencia al amor infinito de Dios, lo que supone, necesariamente, saborear gustosamente el sacrificio corredentor de la Cruz.
De ahí que estos días sean de inmensa alegría, la que tuvieron los Magos al encontrar la estrella que les condujo hasta el Niño, que se manifiesta –Epifanía–, respetando nuestra libertad, como remedio a nuestras flaquezas y limitaciones.
Es la ocasión propicia para que los cristianos podamos meditar el Evangelio, y de ahí consigamos la convicción y el compromiso de no dar la espalda al mundo, en una sociedad relativista, materialista y descreída, sino que nos impliquemos en ser cooperadores de la verdad.
Es una llamada a respetar la dignidad suprema de cada ser humano, especialmente los más débiles y vulnerables, contribuyendo a la urgente tarea de implantar la paz, la justicia y el amor.
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