El juicio de los camposantos
por Eduardo Gómez
Luvina es un relato del escritor Juan Rulfo que describe con pelos y señales la desolación existente en un secarral de miseria y tristeza en el que los habitantes viven tal suplicio que anhelan la muerte. Un lugar del que todo el mundo quiere escapar menos los viejos, que entre otras razones arguyen la siguiente sentencia: “Pero si nosotros nos vamos ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos”.
Hasta en un páramo infernal como Luvina los muertos tienen prioridad. A la generación presente la juzgará el testimonio de sus difuntos. La carcoma social de la descatolización de España ha hecho acto de presencia en los cementerios, cada vez menos visitados, donde buena parte de las ánimas seguramente no tienen ya quien les ofrende o rece. La España más vacía de todas, después de la de las iglesias, es la de los camposantos. Allí reposan los cuerpos sin vida de millones de almas que aguardan en el Purgatorio clamando por una oración.
Parece inaudito pensar que la muerte sea capaz de ser maestra y juez de la vida. En un pasado no muy remoto eso eran capaces de intuirlo hasta los agnósticos, como el gran Juan Rulfo. Debe ser porque, como bien advierte la teología, la muerte no es el final, sino la sala de espera antes del último juicio.
De mientras llega el Juicio Final, la espera de los muertos es la vara de medir de los vivos. Desde tiempos inmemoriales, los difuntos nos han evocado a vivir en la oración y la espera, a empujarles hacia el Reino de los Cielos con nuestras plegarias, a implorar a la Providencia, a honrarles en los camposantos, a ofrecerles eucaristías, a obsequiarles con flores. Amándoles, encomendándoles. Porque el hombre, además de tener una cita personal con la muerte, tiene un compromiso inexcusable con aquella.
Pero los vivos de nuestra época adolecen en su mayoría de una molicie espiritual sin par; la apostasía les ha condenado a ser muertos en vida, o peor aún, una suerte de zombis con traje secular a medida del Estado Leviatán, que domestica en la muerte con los minutos de silencio (entre otras bazofias masónicas) y la astracanada satánica de Halloween. No hubiera sido posible sin la colección de apóstatas bautizados que ya ni rezan ni ofrecen misas de difuntos: muertos que abandonan a sus muertos. Hasta en un pueblo de mala muerte como Luvina serían traidores.
En la actualidad, hay pocos panoramas más desoladores para un cristiano que vivir flanqueado de apóstatas y de otros subproductos secularizados, sabedor de que el día de mañana tendrá muy difícil encontrar un allegado que vaya a rezarle al camposanto u ofrecerle siquiera una misa. No obstante, no faltarán los parientes y colegas que acudan por inercia gregaria al tanatorio a cumplir con el trámite como egregios fariseos, a darle el último adiós entre chácharas banales.
A la interpelación de la exigencia del rezo y la encomienda, parientes y colegas objetarán que ellos carecen de fe y por lo tanto orar por el alma del difunto carece de sentido. El caso es que el difunto sí tenía Fe y necesita de oraciones. Esas oraciones son cuando menos el último acto de lealtad debido, su incumplimiento reconoce objetivamente la traición por abandono espiritual. Olvidan que el cristiano fallecido era servidor de Dios y confíó en que tendría quien le rezara cuando llegara su hora. Ocurre también que los apóstatas bautizados, zombis conversos del Estado aconfesional, se han tragado el relato institucional de que la religión es una cosa privada e individualísima. Los menesteres de los muertos lo refutan.
Me decía el amigo que me dio a conocer a Juan Rulfo (un amigo de esos cuyas consideraciones merecen la más alta estima) que los cementerios son el testimonio doble de una civilización muerta, en alusión a los que descansan allí y a los que han abandonado a sus muertos. Sin vida en los cementerios solo hay muerte en la ciudad. En el cementerio no solo pacen los restos mortales de nuestros antepasados y coetáneos que ya partieron. Allí yace gloriosa la tradición o democracia de los muertos (que con tanta agudeza significó Chesterton); y la democracia más querida por Dios: la comunión de los vivos con las ánimas que ya partieron de este mundo.
Olvidar y desatender a los muertos supone la castración de la historia, la amputación de la tradición, la ruptura de la comunión paterno-filial y el rechazo de la trascendencia. A cambio, los apóstatas, esquiroles de los camposantos, asumiendo el papel de veletas históricas del fenomenismo, frivolizan la muerte al compás de astracanadas satánicas como Halloween.
Que conste en acta que los muertos que sufren el desamparo con anterioridad fueron olvidados y enterrados ignominiosamente antes de su propia muerte, cuando sus familiares les arrumbaron en residencias bajo la pátina del asistencialismo. Antes de deambular entre la vida y la muerte fueron despojados a los nuevos desguaces humanos, que en realidad no son otra cosa que campos de concentración para la vejez. Mucho antes, fue enterrada la autoridad que acompaña a la sabiduría acumulada de toda una vida; es lo primero que fue enterrado sin la menor de las exequias. Qué duda cabe que forma parte del protocolo de obsolescencia programada para los muertos en ciernes, convertidos ex profeso en moribundos sociales sin el menor status. Llegará el día en que el falso mito de que la vida buena era la buena vida consistente en liberarse de todo y de todos sea utilizada por la Providencia para que los apóstatas bautizados sean sepultados en algún páramo como el descrito por Juan Rulfo en Luvina, pero esta vez sin rastro de la menor cruz ni viejos que velen por su descanso.
Junto al día de Todos los Santos, ya queda instituido en paralelo el día de todos los zombis, miembros egregios de una civilización de muertos en vida, que han abandonado a los muertos legítimos en su peregrinar espiritual y en todo cuanto representaban: tradición, historia, ultratumba, oración, veneración, comunión y trascendencia. A esa España apóstata y replicante del Estado aconfesional le espera con los brazos abiertos el vertedero de la historia, que al menos tendrá la cortesía de poner a su disposición a algún tarado bailando Halloween sobre su tumba mientras se escucha de fondo el rechinar de dientes.
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