Santiago y Occidente
Aunque sólo fuera por el ingente número de peregrinos de todo el mundo que visitan cada año Santiago de Compostela –con su repercusión internacional y económica–, sería un argumento suficiente para no utilizar la religión como un casus belli, como hacen estos recalcitrantes laicistas.
por Javier Pereda
Se acaba de celebrar en toda España –especialmente en Galicia– la festividad de su Patrón, el Apóstol Santiago. En esta ocasión no ha pasado desapercibido el provocativo postureo del alcalde de Santiago, Martiño Noriega, de Compostela Aberta, que proviene ideológicamente de la extrema izquierda nacionalista.
La máxima autoridad municipal, junto con sus ediles, ha justificado su clamorosa ausencia en la ofrenda nacional de la Catedral, como una manifestación de separación entre la Iglesia y el Estado.
La interpretación que hace del art. 16.3 de la CE no deja de ser sesgada, porque omite que los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.
Con este tipo de invectivas se presenta una beligerante cruzada laicista, en la que se intenta reinventar la historia, la democracia y las instituciones. Todo ello, produce vergüenza ajena cuando no hilaridad, si no fuera porque intentan conculcar las libertades fundamentales y creencias más profundas.
Habría que explicar a quienes hacen gala de estas sectarias ideologías liberticidas, que están en el poder gracias a la democracia, que respeta todas las ideas, incluidas las suyas.
Que gobiernan la ciudad de Santiago, gracias al Apóstol que le dio su nombre, denominado el Mayor, hermano de Juan, que, a su vez, eran hijos de Zebedeo, coetáneos y discípulos de Jesús de Nazaret, quien les puso el sobrenombre de Boanerges (“hijos del trueno”). Como relatan los Evangelios, Pedro, Santiago y Juan tuvieron un trato íntimo y privilegiado con Jesús: fueron llamados directamente por él, formaron parte de los Doce apóstoles, presenciaron milagros, estuvieron presentes en la Transfiguración, en la oración en el Huerto de los Olivos, en el Cenáculo, una vez resucitado... Según una tradición cristiana, después de Pentecostés, los apóstoles son enviados por el mundo y Santiago recibe el mandato del Señor de predicar en el punto más occidental (Finisterre), en Hispania. Hacia el año 40 la Virgen María se apareció sobre el “Pilar”, ante un Santiago exhausto y desmoralizado, en Cesaraugusta (Zaragoza). Sufrió el martirio de manos de Herodes Agripa en Jerusalén (44). Sus restos fueron trasladados de nuevo a Galicia.
Se descubrió su cuerpo en el año 813, en tiempos del rey Alfonso II, en un Campus Stellae que centelleaban sobre un cementerio (compositum), donde se construyó la actual Catedral, y de ahí el origen de la denominación de la ciudad. Desde entonces millones de personas han recorrido el Camino –con fe o con espíritu de búsqueda–, en peregrinación a Compostela. Esta ciudad se ha convertido, junto con Jerusalén y Roma, en uno de los lugares de peregrinación más importantes.
Por la intercesión al Apóstol se libraron y ganaron importantes batallas a favor de la Cristiandad durante la Reconquista, como la de Clavijo (844) o la de las Navas de Tolosa (1212), por lo que su culto supuso una poderosa resistencia frente al Islam. El patronazgo de Santiago sobre España se concede bajo el reinado de Felipe IV (1630), que institucionaliza el “Voto” en la catedral como ofrenda nacional.
Aunque sólo fuera por el ingente número de peregrinos de todo el mundo que visitan cada año Santiago de Compostela –con su repercusión internacional y económica–, sería un argumento suficiente para no utilizar la religión como un casus belli, como hacen estos recalcitrantes laicistas.
El concepto de libertad religiosa al que apela este regidor, no puede ser el de excluir las convicciones de la mayoría social, bajo el pretexto de la neutralidad de los poderes públicos. En el fondo está haciendo un uso torticero de la libertad misma, para eliminar las creencias religiosas de los demás e imponer su propia ideología.
Ante este panorama, con el enemigo en casa, se hace más necesario que nunca acudir a la intercesión del Apóstol, como hicieran los valientes guerreros de la Reconquista, para hacer valer los valores de Occidente –nos acordamos de Juan Pablo II en Santiago con aquél: “Europa sé tú misma”–, en este caso de la libertad religiosa, al grito de: “¡Santiago y cierra (combatir), España!”.
La máxima autoridad municipal, junto con sus ediles, ha justificado su clamorosa ausencia en la ofrenda nacional de la Catedral, como una manifestación de separación entre la Iglesia y el Estado.
La interpretación que hace del art. 16.3 de la CE no deja de ser sesgada, porque omite que los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.
Con este tipo de invectivas se presenta una beligerante cruzada laicista, en la que se intenta reinventar la historia, la democracia y las instituciones. Todo ello, produce vergüenza ajena cuando no hilaridad, si no fuera porque intentan conculcar las libertades fundamentales y creencias más profundas.
Habría que explicar a quienes hacen gala de estas sectarias ideologías liberticidas, que están en el poder gracias a la democracia, que respeta todas las ideas, incluidas las suyas.
Que gobiernan la ciudad de Santiago, gracias al Apóstol que le dio su nombre, denominado el Mayor, hermano de Juan, que, a su vez, eran hijos de Zebedeo, coetáneos y discípulos de Jesús de Nazaret, quien les puso el sobrenombre de Boanerges (“hijos del trueno”). Como relatan los Evangelios, Pedro, Santiago y Juan tuvieron un trato íntimo y privilegiado con Jesús: fueron llamados directamente por él, formaron parte de los Doce apóstoles, presenciaron milagros, estuvieron presentes en la Transfiguración, en la oración en el Huerto de los Olivos, en el Cenáculo, una vez resucitado... Según una tradición cristiana, después de Pentecostés, los apóstoles son enviados por el mundo y Santiago recibe el mandato del Señor de predicar en el punto más occidental (Finisterre), en Hispania. Hacia el año 40 la Virgen María se apareció sobre el “Pilar”, ante un Santiago exhausto y desmoralizado, en Cesaraugusta (Zaragoza). Sufrió el martirio de manos de Herodes Agripa en Jerusalén (44). Sus restos fueron trasladados de nuevo a Galicia.
Se descubrió su cuerpo en el año 813, en tiempos del rey Alfonso II, en un Campus Stellae que centelleaban sobre un cementerio (compositum), donde se construyó la actual Catedral, y de ahí el origen de la denominación de la ciudad. Desde entonces millones de personas han recorrido el Camino –con fe o con espíritu de búsqueda–, en peregrinación a Compostela. Esta ciudad se ha convertido, junto con Jerusalén y Roma, en uno de los lugares de peregrinación más importantes.
Por la intercesión al Apóstol se libraron y ganaron importantes batallas a favor de la Cristiandad durante la Reconquista, como la de Clavijo (844) o la de las Navas de Tolosa (1212), por lo que su culto supuso una poderosa resistencia frente al Islam. El patronazgo de Santiago sobre España se concede bajo el reinado de Felipe IV (1630), que institucionaliza el “Voto” en la catedral como ofrenda nacional.
Aunque sólo fuera por el ingente número de peregrinos de todo el mundo que visitan cada año Santiago de Compostela –con su repercusión internacional y económica–, sería un argumento suficiente para no utilizar la religión como un casus belli, como hacen estos recalcitrantes laicistas.
El concepto de libertad religiosa al que apela este regidor, no puede ser el de excluir las convicciones de la mayoría social, bajo el pretexto de la neutralidad de los poderes públicos. En el fondo está haciendo un uso torticero de la libertad misma, para eliminar las creencias religiosas de los demás e imponer su propia ideología.
Ante este panorama, con el enemigo en casa, se hace más necesario que nunca acudir a la intercesión del Apóstol, como hicieran los valientes guerreros de la Reconquista, para hacer valer los valores de Occidente –nos acordamos de Juan Pablo II en Santiago con aquél: “Europa sé tú misma”–, en este caso de la libertad religiosa, al grito de: “¡Santiago y cierra (combatir), España!”.
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