Democracia y valores
De ahí que la verdadera democracia no sea un mero procedimiento que legitime cualquier decisión tomada por la mayoría, ajena a la verdad y a los derechos del hombre…
por Javier Pereda
Se aproxima el décimo aniversario del fallecimiento de san Juan Pablo II, que guió los caminos de la Iglesia en la transición entre el segundo y tercer milenio durante más de un cuarto de siglo.
Muchos aspectos podrían destacarse de su fecundo y revolucionario pontificado, en el que realizó más de cien viajes apostólicos por todo el mundo. Quiero centrarme en uno: fue él quien incorporó el valor de la democracia, hasta entonces tímidamente enunciado en el Concilio Vaticano II, como una de las instancias irrenunciables de la doctrina social de la Iglesia.
En su primer discurso en 1979 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas ya habla del derecho a participar en la libre elección del sistema político del pueblo a que se pertenece. Pero sería especialmente en la Encíclica “Centessimus annus” (1991) –tras la caída del Muro de Berlín y la llegada del proceso de democratización tras la desintegración de los totalitarismos marxistas– cuando el término “democracia” es utilizado de forma más insistente en sus escritos.
En el texto citado afirma que la Iglesia aprecia el sistema de la democracia en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Dentro de esta tarea esencial de control de los gobernantes, muestra cómo los medios de comunicación desempeñan una importante misión.
Para Juan Pablo II “una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. (…) si no existe una verdad última, que guía y orienta la acción política, entonces las ideas y convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas para fines de poder. Por lo tanto, una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”.
De ahí que la verdadera democracia no sea un mero procedimiento que legitime cualquier decisión tomada por la mayoría, ajena a la verdad y a los derechos del hombre, porque las formas democráticas sólo son un medio y no un fin en sí mismas. Por eso la mera aprobación de leyes por la mayoría no las convierte en justas si entran en colisión con los derechos humanos. Y de entre todos éstos –habla de muchos: la solidaridad, la familia, la libertad religiosa, el trabajo…– el más subrayado por el Papa magno es el derecho a la vida, en el documento más importante al respecto que es la Encíclica “Evangelium vitae” (1995).
De forma meridiana proclama: “Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge (…) descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado pueden nunca crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover”. Aquí se observa de forma prístina la ligazón indisoluble y la mutua interacción entre la democracia y los valores.
En consecuencia, Juan Pablo II muestra las profundas carencias de la corriente de la filosofía política que considera que el relativismo constituye el fundamento de la democracia, puesto que –así arguyen– para ser demócrata hay que renunciar a la búsqueda de la verdad y sustituirla por la única verdad del pragmatismo utilitarista, es decir, la constatación numérica de la voluntad de la mayoría social.
En definitiva, se trata de la expresión de la corriente modernista en alza: la exaltación de una autonomía exacerbada del individualismo que, lejos de crear libertad, la destruye.
De todo lo expuesto contamos con ejemplos históricos paradigmáticos: como la aprobación por una mayoría social del régimen nacionalsocialista o, sin tener que retrotraernos a aquellos horrendos crímenes, con la ley aprobada por nuestro actual parlamento por mayoría absoluta, y su también legitimación positivista que no moral, de un genocidio y tragedia aún mayor al autorizar y permitir que cada útero pueda ser otro Auschwitz.
Muchos aspectos podrían destacarse de su fecundo y revolucionario pontificado, en el que realizó más de cien viajes apostólicos por todo el mundo. Quiero centrarme en uno: fue él quien incorporó el valor de la democracia, hasta entonces tímidamente enunciado en el Concilio Vaticano II, como una de las instancias irrenunciables de la doctrina social de la Iglesia.
En su primer discurso en 1979 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas ya habla del derecho a participar en la libre elección del sistema político del pueblo a que se pertenece. Pero sería especialmente en la Encíclica “Centessimus annus” (1991) –tras la caída del Muro de Berlín y la llegada del proceso de democratización tras la desintegración de los totalitarismos marxistas– cuando el término “democracia” es utilizado de forma más insistente en sus escritos.
En el texto citado afirma que la Iglesia aprecia el sistema de la democracia en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Dentro de esta tarea esencial de control de los gobernantes, muestra cómo los medios de comunicación desempeñan una importante misión.
Para Juan Pablo II “una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. (…) si no existe una verdad última, que guía y orienta la acción política, entonces las ideas y convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas para fines de poder. Por lo tanto, una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”.
De ahí que la verdadera democracia no sea un mero procedimiento que legitime cualquier decisión tomada por la mayoría, ajena a la verdad y a los derechos del hombre, porque las formas democráticas sólo son un medio y no un fin en sí mismas. Por eso la mera aprobación de leyes por la mayoría no las convierte en justas si entran en colisión con los derechos humanos. Y de entre todos éstos –habla de muchos: la solidaridad, la familia, la libertad religiosa, el trabajo…– el más subrayado por el Papa magno es el derecho a la vida, en el documento más importante al respecto que es la Encíclica “Evangelium vitae” (1995).
De forma meridiana proclama: “Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge (…) descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado pueden nunca crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover”. Aquí se observa de forma prístina la ligazón indisoluble y la mutua interacción entre la democracia y los valores.
En consecuencia, Juan Pablo II muestra las profundas carencias de la corriente de la filosofía política que considera que el relativismo constituye el fundamento de la democracia, puesto que –así arguyen– para ser demócrata hay que renunciar a la búsqueda de la verdad y sustituirla por la única verdad del pragmatismo utilitarista, es decir, la constatación numérica de la voluntad de la mayoría social.
En definitiva, se trata de la expresión de la corriente modernista en alza: la exaltación de una autonomía exacerbada del individualismo que, lejos de crear libertad, la destruye.
De todo lo expuesto contamos con ejemplos históricos paradigmáticos: como la aprobación por una mayoría social del régimen nacionalsocialista o, sin tener que retrotraernos a aquellos horrendos crímenes, con la ley aprobada por nuestro actual parlamento por mayoría absoluta, y su también legitimación positivista que no moral, de un genocidio y tragedia aún mayor al autorizar y permitir que cada útero pueda ser otro Auschwitz.
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