Vencer la violencia
Así, es inconcebible –puestos a relatar agresiones contra la mujer o de la mujer misma, porque todo cuenta– que nuestra civilización que se tiene por moderna y avanzada permita –bajo la justificación de una falsa libertad– la más brutal agresión destructiva contra la mujer y el ser indefenso fruto de sus entrañas
por Javier Pereda
Al inicio de esta semana nos quedamos sobrecogidos ante la plaga de violencia contra la mujer con el asesinato de tres personas y el suicido de dos agresores.
En lo que llevamos de año se pueden contabilizar medio centenar de víctimas mortales, cifras muy parecidas a la última década, aunque ahora se dé un leve descenso.
De ahí que tanto las asociaciones de mujeres, políticos, jueces y miembros del Gobierno se pregunten, una vez más, qué es lo que falla en la prevención de la violencia contra la mujer.
Aplicar unas leyes que sean justas –sin olvidar el aforismo latino de: “summum ius summa iniuria”–, aumentar el presupuesto para la protección policial de las víctimas, educar a los niños en el respeto a los demás en el ámbito familiar y escolar, junto con otro tipo de medidas, ayudarían a paliar esta lacra social.
Pero habría que ahondar un poco más en el origen de estas agresiones porque, generalmente, en estos casos suele tratarse de familias desestructuradas, con dificultades económicas, inestabilidad psicológica, con un nivel escaso de formación y sin habilidades sociales para solucionar estos conflictos.
Por eso, no hace falta acudir a la orilla del Manzanares o a los estadios de fútbol para comprobar que las expresiones de la violencia son muy variadas y se generan en cualquier situación social.
Todavía quedan en nuestra sociedad restos de reminiscencias atávicas y de feudalismo posesivo de la estancia musulmana durante siete siglos en la península ibérica, cuyas secuelas seguimos padeciendo en contra de la dignidad de la mujer.
En este sentido el Estado Islámico acaba de distribuir una indignante guía sobre la situación que les corresponde a las mujeres prisioneras de guerra, por su falta de fe –islámica, se entiende–, a las que se les atribuye la categoría de mercancías y esclavas sexuales, objeto de todo tipo de transacciones, regulando el trato vejatorio que se les puede inflingir con todo un catálogo de agresiones sexuales y de malos tratos físicos.
Este uso de la fuerza y de la intimidación para conseguir por la imposición el dominio de las mujeres, teóricamente forma parte de una deformada cultura islámica, pero, sin embargo, lo tenemos muy presente en nuestra sociedad.
Así, es inconcebible –puestos a relatar agresiones contra la mujer o de la mujer misma, porque todo cuenta– que nuestra civilización que se tiene por moderna y avanzada permita –bajo la justificación de una falsa libertad– la más brutal agresión destructiva contra la mujer y el ser indefenso fruto de sus entrañas.
Puestos a comparar –sin ningún género de duda– es más salvaje e inhumana esta violencia que la que ejercen el fundamentalismo islámico –que ya es decir– que no contempla eliminar a una desprotegida criatura en gestación. Además, estos asesinatos consentidos de seres inocentes, como en su día hiciera Herodes, siguen teniendo réplica por las autoridades públicas, llegando a disparar todas las estadísticas posibles.
Hay que volver a recordar, por estremecedor que sea el dato, que cada día se cercena la vida en nuestro país de trescientas personas, ante la impasibilidad de los gobiernos de turno.
Estos hechos ponen de manifiesto la vesania y gran hipocresía de toda una estructura social corrupta, inhumana y cruel que entre todos estamos fraguando. Dicho esto, hay que preguntarse qué fuerza moral y eficacia pueden tener las incoherentes y contradictorias medidas que se vienen adoptando contra la violencia de la mujer, cuando la agresión más importante, que mayor número de victimas produce es en su seno, incluyendo el desgarrador e irreparable daño psicológico y moral realizado a ella y por ella misma, que ni siquiera se toma en consideración.
Qué es lo que tendrá que ocurrir para que esta sociedad hedonista cegada por el egoísmo y el consumismo recapacite y rectifique ante el indecente e injusto comportamiento que promueve la banalización del mal destructor.
Viene a colación la recomendación de Pablo de Tarso, de formación helenística, que en una de sus cartas dirigida a una civilización también en descomposición moral, él que ostentaba precisamente la ciudadanía romana, aconsejaba sabiamente: “No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien”.
En lo que llevamos de año se pueden contabilizar medio centenar de víctimas mortales, cifras muy parecidas a la última década, aunque ahora se dé un leve descenso.
De ahí que tanto las asociaciones de mujeres, políticos, jueces y miembros del Gobierno se pregunten, una vez más, qué es lo que falla en la prevención de la violencia contra la mujer.
Aplicar unas leyes que sean justas –sin olvidar el aforismo latino de: “summum ius summa iniuria”–, aumentar el presupuesto para la protección policial de las víctimas, educar a los niños en el respeto a los demás en el ámbito familiar y escolar, junto con otro tipo de medidas, ayudarían a paliar esta lacra social.
Pero habría que ahondar un poco más en el origen de estas agresiones porque, generalmente, en estos casos suele tratarse de familias desestructuradas, con dificultades económicas, inestabilidad psicológica, con un nivel escaso de formación y sin habilidades sociales para solucionar estos conflictos.
Por eso, no hace falta acudir a la orilla del Manzanares o a los estadios de fútbol para comprobar que las expresiones de la violencia son muy variadas y se generan en cualquier situación social.
Todavía quedan en nuestra sociedad restos de reminiscencias atávicas y de feudalismo posesivo de la estancia musulmana durante siete siglos en la península ibérica, cuyas secuelas seguimos padeciendo en contra de la dignidad de la mujer.
En este sentido el Estado Islámico acaba de distribuir una indignante guía sobre la situación que les corresponde a las mujeres prisioneras de guerra, por su falta de fe –islámica, se entiende–, a las que se les atribuye la categoría de mercancías y esclavas sexuales, objeto de todo tipo de transacciones, regulando el trato vejatorio que se les puede inflingir con todo un catálogo de agresiones sexuales y de malos tratos físicos.
Este uso de la fuerza y de la intimidación para conseguir por la imposición el dominio de las mujeres, teóricamente forma parte de una deformada cultura islámica, pero, sin embargo, lo tenemos muy presente en nuestra sociedad.
Así, es inconcebible –puestos a relatar agresiones contra la mujer o de la mujer misma, porque todo cuenta– que nuestra civilización que se tiene por moderna y avanzada permita –bajo la justificación de una falsa libertad– la más brutal agresión destructiva contra la mujer y el ser indefenso fruto de sus entrañas.
Puestos a comparar –sin ningún género de duda– es más salvaje e inhumana esta violencia que la que ejercen el fundamentalismo islámico –que ya es decir– que no contempla eliminar a una desprotegida criatura en gestación. Además, estos asesinatos consentidos de seres inocentes, como en su día hiciera Herodes, siguen teniendo réplica por las autoridades públicas, llegando a disparar todas las estadísticas posibles.
Hay que volver a recordar, por estremecedor que sea el dato, que cada día se cercena la vida en nuestro país de trescientas personas, ante la impasibilidad de los gobiernos de turno.
Estos hechos ponen de manifiesto la vesania y gran hipocresía de toda una estructura social corrupta, inhumana y cruel que entre todos estamos fraguando. Dicho esto, hay que preguntarse qué fuerza moral y eficacia pueden tener las incoherentes y contradictorias medidas que se vienen adoptando contra la violencia de la mujer, cuando la agresión más importante, que mayor número de victimas produce es en su seno, incluyendo el desgarrador e irreparable daño psicológico y moral realizado a ella y por ella misma, que ni siquiera se toma en consideración.
Qué es lo que tendrá que ocurrir para que esta sociedad hedonista cegada por el egoísmo y el consumismo recapacite y rectifique ante el indecente e injusto comportamiento que promueve la banalización del mal destructor.
Viene a colación la recomendación de Pablo de Tarso, de formación helenística, que en una de sus cartas dirigida a una civilización también en descomposición moral, él que ostentaba precisamente la ciudadanía romana, aconsejaba sabiamente: “No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien”.
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