Pederastas
Estos lamentables casos no pueden desdibujar la realidad de que hay muchas personas que se han comprometido a vivir el celibato apostólico y que luchan por llevarlo a cabo de forma heroica y ejemplar, como se puede constatar en el nutrido santoral de la Iglesia
por Javier Pereda
El escándalo de un presunto abuso sexual de tres sacerdotes y un profesor a un menor en Granada ha causado un enorme dolor, consternación y estupor en la opinión pública.
La víctima, ahora un profesor universitario de veinticuatro años, se dirigió por carta al Papa Francisco relatándole estos penosos hechos. En la inmediata contestación telefónica, el Santo Padre le pidió perdón en nombre de la Iglesia, instándole a que formulara denuncia ante la Fiscalía. El Juzgado instructor que conoce de este asunto, una vez que ha ordenado la detención y la declaración de los acusados, los ha puesto en libertad con cargos.
La importancia del suceso radica a primera vista en que se trataría de un abuso sexual continuado durante años que, aunque no haya mediado violencia o intimidación, no parece ser consentido, lo que atentaría contra la libertad e indemnidad sexual.
Además, se da la agravante de que los autores hacen prevalecer su innegable condición de superioridad, que coartaría la libertad de un menor de trece años, mediante actos que habrá que probar para su calificación penal. En principio estos hechos llevarían aparejada una pena superior a quince años de prisión, y prescribirían a los veinte.
A todo esto, lo más desgarrador y sórdido del caso es que este presunto delito habría sido cometido por personas que han adquirido unos compromisos que implican ser especialmente coherentes y cuidadosos en la observancia de las exigencias propias del cargo y posición que ocupan.
De ahí que el daño sea mayor, porque afecta en primer lugar al joven que ha quedado marcado con secuelas psicológicas, y también por la creciente desconfianza que generan estos sucesos poco edificantes para con la Iglesia Católica. Ciertamente, sería del todo injusto tomar el todo por la parte y afirmar de forma simplista, por ejemplo, que todos los sacerdotes son pederastas, porque de ningún modo es eso verdad.
Estos lamentables casos no pueden desdibujar la realidad de que hay muchas personas que se han comprometido a vivir el celibato apostólico y que luchan por llevarlo a cabo de forma heroica y ejemplar, como se puede constatar en el nutrido santoral de la Iglesia.
Tampoco podemos olvidar –sin que ello suponga rebajar un ápice la gravedad de la situación– que la fealdad y monstruosidad de este tipo de conductas podrían llevar aparejados ciertos desarreglos psicológicos de la personalidad hasta llegar a constituir una cierta perversión sexual, es decir, una pérdida de la correcta orientación que la ley natural establece sobre el adecuado destinatario de dicha atracción. ¿Por qué se produce esta desviación? Aquí los expertos, médicos y psicólogos, no llegan a ponerse de acuerdo.
Sea como fuere, este tipo de vergonzantes incidentes pueden ayudarnos a valorar la importancia que tiene el dominio de sí mismo ante las inclinaciones sexuales, a las que, como ya se ve, no se les puede dar rienda suelta, y de ahí la necesidad de desarrollar una afectividad regida por la razón.
Estas normas morales son igualmente aplicables en el ámbito matrimonial, en donde es exigible la unidad y la consiguiente fidelidad contra la plaga divorcista, porque lo contrario supondría una grave injusticia, tanto hacia el otro cónyuge como al resto de la familia.
Por otra parte, es conveniente intentar desmontar la hipocresía de quienes alzan el grito en el cielo por casos como éste, tal como hemos visto en políticos y medios de comunicación, cuando raro es el periódico que no da cobertura a la pornografía y la prostitución, ofreciendo todo tipo de contactos sexuales por meros fines lucrativos.
Y tampoco se llega a combatir la creciente promiscuidad sexual de la adolescencia y juventud, promovida desde la televisión y los poderes públicos, con especial repercusión en la escuela, incluida la homosexualidad, que luego no nos puede llevar a añagazas y lamentos.
Se podrá esgrimir, no sin parte de razón, que son supuestos distintos, porque aquí opera la libertad en las personas. Pero, en cualquier caso, no por ello dejan de ser el caldo de cultivo para impregnar a la sociedad de una sexualidad contraria a la dignidad humana, muy alejada de su auténtica y genuina belleza.
La víctima, ahora un profesor universitario de veinticuatro años, se dirigió por carta al Papa Francisco relatándole estos penosos hechos. En la inmediata contestación telefónica, el Santo Padre le pidió perdón en nombre de la Iglesia, instándole a que formulara denuncia ante la Fiscalía. El Juzgado instructor que conoce de este asunto, una vez que ha ordenado la detención y la declaración de los acusados, los ha puesto en libertad con cargos.
La importancia del suceso radica a primera vista en que se trataría de un abuso sexual continuado durante años que, aunque no haya mediado violencia o intimidación, no parece ser consentido, lo que atentaría contra la libertad e indemnidad sexual.
Además, se da la agravante de que los autores hacen prevalecer su innegable condición de superioridad, que coartaría la libertad de un menor de trece años, mediante actos que habrá que probar para su calificación penal. En principio estos hechos llevarían aparejada una pena superior a quince años de prisión, y prescribirían a los veinte.
A todo esto, lo más desgarrador y sórdido del caso es que este presunto delito habría sido cometido por personas que han adquirido unos compromisos que implican ser especialmente coherentes y cuidadosos en la observancia de las exigencias propias del cargo y posición que ocupan.
De ahí que el daño sea mayor, porque afecta en primer lugar al joven que ha quedado marcado con secuelas psicológicas, y también por la creciente desconfianza que generan estos sucesos poco edificantes para con la Iglesia Católica. Ciertamente, sería del todo injusto tomar el todo por la parte y afirmar de forma simplista, por ejemplo, que todos los sacerdotes son pederastas, porque de ningún modo es eso verdad.
Estos lamentables casos no pueden desdibujar la realidad de que hay muchas personas que se han comprometido a vivir el celibato apostólico y que luchan por llevarlo a cabo de forma heroica y ejemplar, como se puede constatar en el nutrido santoral de la Iglesia.
Tampoco podemos olvidar –sin que ello suponga rebajar un ápice la gravedad de la situación– que la fealdad y monstruosidad de este tipo de conductas podrían llevar aparejados ciertos desarreglos psicológicos de la personalidad hasta llegar a constituir una cierta perversión sexual, es decir, una pérdida de la correcta orientación que la ley natural establece sobre el adecuado destinatario de dicha atracción. ¿Por qué se produce esta desviación? Aquí los expertos, médicos y psicólogos, no llegan a ponerse de acuerdo.
Sea como fuere, este tipo de vergonzantes incidentes pueden ayudarnos a valorar la importancia que tiene el dominio de sí mismo ante las inclinaciones sexuales, a las que, como ya se ve, no se les puede dar rienda suelta, y de ahí la necesidad de desarrollar una afectividad regida por la razón.
Estas normas morales son igualmente aplicables en el ámbito matrimonial, en donde es exigible la unidad y la consiguiente fidelidad contra la plaga divorcista, porque lo contrario supondría una grave injusticia, tanto hacia el otro cónyuge como al resto de la familia.
Por otra parte, es conveniente intentar desmontar la hipocresía de quienes alzan el grito en el cielo por casos como éste, tal como hemos visto en políticos y medios de comunicación, cuando raro es el periódico que no da cobertura a la pornografía y la prostitución, ofreciendo todo tipo de contactos sexuales por meros fines lucrativos.
Y tampoco se llega a combatir la creciente promiscuidad sexual de la adolescencia y juventud, promovida desde la televisión y los poderes públicos, con especial repercusión en la escuela, incluida la homosexualidad, que luego no nos puede llevar a añagazas y lamentos.
Se podrá esgrimir, no sin parte de razón, que son supuestos distintos, porque aquí opera la libertad en las personas. Pero, en cualquier caso, no por ello dejan de ser el caldo de cultivo para impregnar a la sociedad de una sexualidad contraria a la dignidad humana, muy alejada de su auténtica y genuina belleza.
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