Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Las cruces franquistas

La Cruz del Parque Ribalta en Castellón de la Plana fue retirada el 4 de enero y trasladada a su nuevo emplazamiento en la parroquia de Santo Tomás de Villanueva. Es la última de las cruces desmontadas o incluso destruidas en virtud de la Ley de Memoria Democrática.
La Cruz del Parque Ribalta en Castellón de la Plana fue retirada el 4 de enero y trasladada a su nuevo emplazamiento en la parroquia de Santo Tomás de Villanueva. Es la última de las cruces desmontadas o incluso destruidas en virtud de la Ley de Memoria Democrática.

por Álex Navajas

Opinión

Mi amigo Mateo, que no se sacó el graduado escolar pero que posee más sentido común que muchos políticos y periodistas, me mandó el otro día un WhatsApp para decirme que había leído la noticia de que habían retirado “una cruz franquista”. “Pero si es una cruz como las de toda la vida”, escribía. Mateo, que es hijo de la Logse, tiene poca formación religiosa y no frecuenta la iglesia, pero sabe que una cruz es una cruz y que ya existían desde mucho antes de que naciera Franco.

Conozco muchos tipos de cruces: la griega, con ambos brazos de la misma longitud; la de San Andrés, en forma de aspa, pues así fue como crucificaron al apóstol de Jesucristo; la cruz de Borgoña, que deriva de la anterior y representó las armas españolas hasta Carlos III; la de Jerusalén, la de Calatrava, la de Santiago, la latina. En Murcia tienen también su cruz, la de Caravaca, localidad que se precia de conservar un lignum crucis. Conozco, incluso, la cruz invertida, que es la que emplean satánicos y demás trastornados en sus aquelarres.

Pero les confieso que, hasta hace poco, desconocía que existiera “una cruz franquista”. Y yo, como mi amigo Mateo, cada vez que los medios de comunicación o los políticos me señalan dónde hay una de ellas, me quedo observando un tanto sorprendido porque lo que contemplo es la cruz latina de toda la vida, la que hemos visto centenares de veces en iglesias y en casas, en la encrucijada de caminos y en pequeñas ermitas de los pueblos; es con la que se persignan niños y mayores e incluso jugadores de fútbol cuando saltan al terreno de juego.

Algunos han convertido a Franco en el chivo expiatorio, en la causa única de sus frustraciones pasadas, presentes y futuras; personales y colectivas. Todo lo que lleve el sambenito de “franquista” debe ser erradicado, extirpado de la sociedad. Por eso, para estas personas existen jueces franquistas, ideas franquistas, partidos franquistas, construcciones, pantanos, monumentos y calles franquistas. No se salva ni la bandera de España de toda la vida, la rojigualda, pese a que data de tiempos de Carlos III, precisamente para sustituir la enseña de la cruz de Borgoña.

Pero lo que realmente les mueve es el odio a todo lo cristiano y, en especial, a la cruz. Por eso les viene como anillo al dedo añadir el calificativo “franquista” a las cruces que se les antoje, porque así creen justificar su vileza. Por supuesto, la cruz que más ambicionan demoler, la más “franquista” de todas es la del Valle de los Caídos que, con sus 152 m de altura, ostenta el título de ser la más grande del mundo -según reconoció hace un par de años el propio Libro Guinness de los Records- y que es cinco veces más grande que el Cristo del Corcovado de Río de Janeiro y 60 metros más alta que la Estatua de la Libertad de Nueva York.

Efectivamente, como bien observa mi amigo Mateo -y cualquiera que no esté cegado por la ideología y el rencor- las cruces que algunos están tumbando son, simplemente, eso: cruces cristianas. Lo de Franco es la excusa.

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