Sábado, 27 de abril de 2024

Religión en Libertad

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'La Natividad' de Federico Barucci.
La Encarnación del Verbo por amor a los hombres es lo que nos permite mirar al cielo con esperanza en medio de las tinieblas del pecado y del mundo. 'La Natividad' (1597) de Federico Barucci. Museo del Prado.

por Angélica Barragán

Opinión

Se acerca la noche más larga del año. La noche en la cual la profunda oscuridad es alumbrada por la Luz del Mundo, por el Verbo Encarnado que, nacido del seno de la siempre Virgen María, pone su morada entre nosotros. Todo es misterio en esa noche santa pues, parafraseando a Dom Guéranguer, "la Palabra de Dios, cuya generación es anterior a la estrella del día, nace en el tiempo: un Niño es Dios. Una Virgen se convierte en Madre y permanece Virgen. Las cosas divinas se mezclan con las humanas. Y lo sublime, la antítesis inefable, es expresada por el Discípulo Amado en las primeras palabras de su Evangelio: el Verbo se hizo carne, uniendo en una Persona la naturaleza del Hombre y la naturaleza de Dios.” Ya que esa noche nos permite acercarnos, como afirma San Bernardo, “al espectáculo lleno de suavidad de contemplar al Hombre creador del hombre.” Al Verbo que se hace carne para habitar entre nosotros y a Quien los ángeles y arcángeles cantan: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad.

Desafortunadamente, esa noche tan mágica como misteriosa ha perdido, en muchos hogares, su sagrado significado y ha sido reducida, en el mejor de los casos, a una bonita fiesta familiar en donde Jesús de Nazareth es completamente desdeñado. Cristo, que llama a nuestra puerta, no encuentra refugio alguno en muchos de nuestros desalmados corazones que, sumamente ocupados por distracciones y placeres mundanos, son incapaces de postrarse con asombro y expectación ante el pesebre. Encima, muchos otros, cual modernos Herodes, engañan al mundo, y no pocas veces a sí mismos, pues mientras afirman fervientemente adorar y reconocer a Jesucristo como Rey, adoran la imagen que, de acuerdo con sus deseos y caprichos, han construido de Él. Ya que, como Herodes, no permiten que nadie venga a ocupar el pedestal en el cual ellos mismos se han colocado.

Sin embargo, a pesar de la frialdad de varios que niegan posada a Cristo y a la hipocresía de tantos Herodes, la luz sigue alumbrando y dando esperanza a nuestras más oscuras noches. En el tiempo de Navidad, Dios nuevamente se revela a nosotros esperando, pacientemente, que le abramos nuestro corazón y humildemente le permitamos entrar para que, reinando en Él, transforme nuestras miserias. Por ello, como aconseja Santa Teresa de Jesús, “no debemos disimular con oropeles y sonrisas huecas. Quien reposó en un pesebre desea recostarse en nuestra pobreza y debilidad humildemente reconocidas".

En el día de Navidad, como afirma San Gregorio de Nisa, “las tinieblas comienzan a disminuir y crece la luz, siendo arrojada la noche más allá de sus fronteras. Las tinieblas se disipan ante la luz del mundo, ante Cristo que se hace Niño.”

Y así, en una alejada cueva y en un humilde pesebre, se esconden los maravillosos misterios que, mientras han sido escondidos a los soberbios, han sido revelados a los sencillos y humildes. A aquellos que, como los pastores, están prestos a abandonar la comodidad y la somnolencia para correr a adorar, con la alegría e inocencia de un niño, al Mesías prometido. A quienes, como los Sabios de Oriente, están dispuestos a despreciar las riquezas y placeres de este mundo para reconocer en ese humilde Niño al Rey de Reyes.

“Porque nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo que tiene sobre los hombros la soberanía, y que se llamará maravilloso consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz” (Isaías 9, 6). Imitemos su pureza y mansedumbre, dejémonos conmover y transformar por Su humildad. Pues, a pesar de nuestras miserias e iniquidades, Cristo está dispuesto a nacer en nosotros, solo espera que estemos dispuestos a ofrecerle un corazón contrito y humillado. Volvamos a colocar a Cristo, Rey de Reyes, como centro, no solo de la Navidad, sino de nuestra vida. Que así como la oscuridad disminuye y la luz aumenta en esa noche en la cual toda la creación se prepara para recibir a Dios hecho Hombre, así nosotros estemos dispuestos, a ejemplo de San Juan, a disminuir para que Él aumente en nosotros.

“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; a los que habitaban en tierra de sombras de muerte, les ha brillado una luz. Multiplicaste el gozo, aumentaste la alegría” (Isaías 9, 2-3). Alegrémonos, porque Cristo vive entre nosotros, porque Dios, manifestándonos su gran amor y misericordia, descendió de las alturas para que el hombre pueda volver a mirar con esperanza el cielo. Que ese profundo gozo del que cree y confía en Dios con la sencillez de un niño nos acompañe los días de Navidad y permanezca con nosotros todos los días del año.

Y recordemos que, como afirma San León Magno: “No puede haber lugar para la tristeza cuando acaba de nacer la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida”.

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