El ancla de la esperanza, más que un simple optimismo
El cristiano vive “de esperanza”, y ahí encuentra el ancla ante unos aires u otros, los del optimismo o los del pesimismo.
Lápida sepulcral romana de Licinia Amias (siglo III), con la representación simbólica de los peces y el ancla. Museo de las Termas de Diocleciano (Roma).
Estamos ya celebrando la Navidad, y a la vez deshojando los últimos días de este año 2025. Son días de alegría, de celebración, de “Feliz Navidad”. Muchos celebran una fiesta, una fiesta cualquiera, sin color y sin nombre. Y por eso pronuncian un descafeinado “Felices fiestas”. Yo siempre me pregunto: ¿y por qué es fiesta? ¿No sería mejor felicitar por la fiesta concreta que se celebra? El cumpleaños, una boda, un nuevo trabajo, la jubilación y un larguísimo etcétera.
En estos días, además de felicitar la Navidad (o esa “fiesta” que no se sabe muy bien qué es), se suele hacer balance del año. Una actividad estresante para muchas empresas: ¿cuánto he perdido? ¿cuánto he ganado? ¿ha crecido mi negocio? Los contables se afanan por juntar y resumir datos. Pero con frecuencia esas cuentas tienen la interpretación que queramos darles, mucho más en el mundo de la “información social”, de la mercadotecnia del lenguaje.
Cuando el crecimiento es muy pequeño, las empresas pueden hablar de “consolidarse” en el nicho de mercado. A esa misma situación se le podría llamar “estancamiento”, pero eso suena mal, se interpreta como una situación negativa y problemática de la empresa. Pero en un caso y en otro los datos son los mismos; solo cambian la palabra y la actitud que se quiere transmitir.
Pasa lo mismo en nuestro “balance personal”, en el resumen de cosas que hemos conseguido este año o que nos faltan por conseguir. El optimista hablará casi únicamente de los logros obtenidos, mientras que el pesimista privilegiará los metas que le faltan por alcanzar, o los fallos, grandes o pequeños, que han marcado el año.
Nuestra vida es como un callejón, con balcones a uno y otro lado. Mientras lo recorremos, nos van tirando cosas buenas y malas desde los balcones: felicitaciones por las metas obtenidas y recriminaciones por las no obtenidas. En este caminar tenemos dos posibles actitudes: la queja continua, la amargura ante las negatividades que nos caen de lo alto; y mientras nos quejamos, no nos fijamos en las flores positivas que también vienen de lo alto. O bien los buenos sentimientos del que valora y disfruta las flores, mientras van resbalando, como la lluvia, las negatividades que también le caen desde arriba.
Desde una mirada superficial, podríamos pensar en la dicotomía del optimista y del pesimista. El pesimista, dicen, es un optimista mal informado, un ingenuo, que no ve la dura realidad. Y a la inversa, el optimista se lamenta del poco ángulo de visión del pesimista, de lo encerrado que vive en sus pequeñas limitaciones y problemas.
El cristiano va más allá de ambos extremos. Ser extremista, en cualquier campo, tiene el peligro de cambiar rápido de un extremo a otro. Vive en un extremo por la fuerza de “ciertos aires”, pero si cambia el aire, se sitúa con rapidez en el extremo opuesto. Hace años me enseñaron que los extremos se terminan uniendo, y con el tiempo cada vez lo veo más claro. El cristiano vive “de esperanza”, y ahí encuentra el ancla ante unos aires u otros. La vida no es tan negra como lo pintan unos, ni tan de color de rosa como la pintan otros; hay mezcla de ambos extremos.
El arte paleocristiano echaba mano con frecuencia de la figura del ancla. Conocían por propia experiencia la fuerza del aire en un viaje por mar. Y la necesidad, al llegar a puerto, de tener una buena ancla, una buena base que permitiese al barco estar en el puerto, y no iniciar un viaje hacia ninguna parte mientras la tripulación descansaba o dormía. Esa ancla, comparada con el tamaño del barco, es pequeña. Pero si está bien anclada en la roca, da firmeza y estabilidad al barco.
La realidad no es una creación nuestra, por más que a veces nos gustaría que así fuera. Podemos transformarla, mejorarla, pero siempre dentro de ciertos límites. Y aunque nos empeñemos en derogar leyes, hay algunas, como la de la gravedad, que nos seguirá atrayendo hacia el centro de la tierra. Por eso un simple optimismo no es suficiente para seguir caminando. Nos puede ayudar, es cierto, pero no tiene la fuerza inquebrantable que nos da la esperanza, una fuerza que brota de aquel sobre quien basamos nuestra esperanza.
En estos días ha nacido nuestra Ancla, ha empezado a crecer en un lugar escondido de Belén. Pero desde ahí, desde esa cuna, quiere darnos estabilidad en medio de los aires de este mundo, de las idas y venidas de una ideología, de una moda, de una emoción sentimental positiva (un “subidón”) o negativa (una depresión).