Sociedad polarizada

La fragmentación, la polarización y la violencia son el resultado de exacerbar las bajas y pasiones y vituperar la virtud.
Vivimos en un mundo bárbaro, violento e inhumano. Vandalismo, saqueos, profanaciones a iglesias, agresiones sexuales, asaltos a mano armada, apuñalamientos, abusos a menores, tiroteos masivos y asesinatos públicos a plena luz del día muestran un Occidente en constante tensión y cuyo rumbo es cada vez más incierto y oscuro, ya que en nuestra fragmentada sociedad cada vez son más comunes el menosprecio, el ataque, la deshumanización y aun la crueldad y la violencia como formas “ordinarias” de expresión.
Esto no es casual. El creciente desdén por las virtudes y creencias que dieron grandeza y solidez a nuestra civilización cristiana se ha agudizado en las últimas décadas. Ello ha erosionado la armonía y la cohesión social que, aun en medio de las diferencias naturales, florecían gracias a la adhesión de la mayoría de la sociedad a una serie de principios fundamentales. Sin embargo, actualmente la sociedad ya no comparte el amor por las mismas cosas, ni tiene principios morales similares, por lo que es inevitable que nuestras diferencias se ahonden día a día. Pues, en lugar de ordenar nuestras vidas de acuerdo con la verdad y el bien común, hemos dado rienda suelta a todo tipo de caprichos y deseos desordenados olvidando que no puede haber concordia en una sociedad dominada por sus bajas pasiones.
Además ¿cómo podemos esperar que los diferentes grupos que integran a la sociedad convivan en armonía, cuando muchos hogares se han transformado en un campo de batalla? Pues nuestro mundo, al socavar las normas morales que protegían la unidad de la familia, núcleo de la sociedad, ha introducido al interior de ésta la tensión y la discordia.
Así, el rechazo a la autoridad y el desprecio a la tradición puso a los hijos contra los padres abriendo anchas “brechas” generacionales. El divorcio destruyó el lazo firme y sagrado del matrimonio indisoluble e introdujo la desconfianza, el recelo y el rencor entre quienes deberían ser una sola carne. El feminismo cambió la cooperación entre los sexos por una feroz competencia y además, al sacar a la mujer del hogar, se expulsó del mismo a los niños desde temprana edad y a los padres de avanzada edad. La revolución sexual transformó el procreativo abrazo marital en una actividad hedonista, egoísta y, por lo mismo, muchas veces estéril y hasta procaz. Aun los conceptos de matrimonio y de familia han sido alterados a fin de dar cabida a una amplísima gama de modernas “familias”.
La desintegración de la sociedad es fruto de la destrucción de la familia. Pues en un mundo donde hasta las familias están rotas y divididas es inevitable que la sociedad esté polarizada. La violencia y el odio que impera en la sociedad es reflejo de la enemistad que se ha sembrado entre los mismos hermanos. Al parecer olvidamos que Cristo mismo advirtió: “Todo reino dividido contra sí mismo está arruinado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no puede subsistir” (Mt 12, 25).
La ingenua visión de que la humanidad avanza y progresa dirigiéndose hacia el mejor de los mundos contrasta fuertemente con la realidad. Las familias fragmentadas, la sociedad polarizada y la creciente violencia en las calles son el resultado de un mundo en el cual las bajas pasiones han sido exacerbadas y la virtud vituperada. A tal grado hemos llegado, que ya no sólo no se distingue lo bueno de lo malo, sino que muchos afirman que lo bueno es malo y lo malo es bueno, olvidando la advertencia del profeta Isaías: “¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal; que hacen de la luz tinieblas y de las tinieblas luz” (Is 5, 20).
Hemos negado el Logos y aceptado el absurdo; hemos desdeñado a Cristo y sembrado el caos; hemos rechazado la libertad de la moral objetiva y ahora estamos sujetos a varias leyes inmorales y despóticas. Dostoievski advirtió de que sin Dios todo es lícito. Y, después de varias décadas viviendo de espaldas a Él, estamos constatando que sin Dios nada es razonable, ni bueno ni verdadero.
Nuestra casa caerá irremediablemente si no comenzamos a reconstruir los muros morales (la ley divina y natural) que la hicieron no sólo fuerte, sino también bella. Pues no puede haber paz y unidad en un mundo donde impera el error. De ahí que, mientras permanezcamos en la confusión y en la mentira, seguiremos divididos.
Hoy en día, en que, parafraseando a León XIII [Quamquam Pluries, n.1] , vemos la fe, raíz de todas las virtudes cristianas, disminuir en muchas almas; vemos la caridad enfriarse; vemos a las jóvenes generaciones con costumbres y puntos de vista depravados; y en que hasta la Iglesia de Jesucristo es atacada por todo flanco, abiertamente y con gran astucia... necesitamos implorar, con mayor celo y constancia, el auxilio de Dios Todopoderoso con la plena confianza de que nuestras humildes y constantes plegarias serán escuchadas.
Y en estos momentos en los cuales nuestro mundo parece girar vertiginosamente al ritmo de una danza macabra, aferrémonos con firmeza a la cruz de Cristo y a sus perennes enseñanzas. Pues así podremos, aun en medio de un mundo violento y fragmentado, gozar de la verdadera paz.