Hijo pródigo - La nueva vida del joven independizado
El joven que se somete a sus pasiones acaba des-vinculado y solo y esclavo de aquello que pensaba le independizaría.
- Continuación de la serie del Hijo Pródigo, compuesta hasta el momento por los artículos Una aventura arriesgada, con final feliz y En marcha hacia la lejanía.
IV. La nueva vida del joven independizado
El relato de San Lucas nos dice escuetamente que el Hijo Pródigo llevó una "vida perdida", dilapidando sus bienes.
Una búsqueda fallida de la felicidad
Lo que significa una vida "perdida" nos lo indicó recientemente de modo expresivo un joven centroeuropeo, llamado Norberto, en carta dirigida al eminente teólogo Karl Rahner, en busca de consejo:
- "La palabra 'felicidad' -escribe- ha hecho morir a muchas personas, en lugar de mostrarles la vida. Felicidad, ser feliz... un diabólico imán que atrae y arrastra, que destruye con su espantosa fuerza. Este objetivo -la felicidad- es lo que, al igual que a mis amigos, me hace a mí emprender la huida; la huida de mí mismo, porque el entorno ya lo he dejado muy atrás. Me largué de casa a los 15 años y me dediqué a experimentar todas las sensaciones. Me he refugiado en el amor, y lo he aprovechado para ser débil sin darme cuenta. (...) Me he abalanzado al alcohol, para llorar sin avergonzarme de mí mismo. Me he lanzado a las drogas para poder vivir sin tener que pensar, y me he librado de ellas para poder seguir buscando. Querido padre Rahner, acerca de todo esto sólo tengo una pregunta que hacerle: ¿sabe usted la respuesta? ¿Dónde está la felicidad?" (Cf. Tengo un problema... Karl Rahner responde a los jóvenes, Sal Terrae, Santander, 1984, págs. 12-14).
El padre Rahner le indicó que los jóvenes deben exigirle menos a la vida, y contentarse con el poco de felicidad que le pedían nuestros mayores. Su intención fue sin duda buena, pero no apuntó a la raíz del problema y dejó al pobre chico en su angustia.
Me hubiera gustado poder decirle al joven algo muy distinto: "Haces bien en desear una medida colmada de felicidad, pues para eso nos creó Dios, para la plenitud personal que genera nuestra dicha. Sólo te pido que te apresures a buscar el verdadero camino que nos conduce a ella, que es una especie de diosa esquiva que no se da directamente, sino de forma oblicua, a quien piensa más en los otros que en sí mismo".
Esta contestación hubiera orientado, sin duda, al pobre Norberto, que, siendo al parecer un joven bien dotado, no ha cultivado lo suficiente su mirada para descubrir que la felicidad no es un castillo a conquistar bravamente, sino una meta a conseguir, subiendo al nivel 2. El joven que conozca este secreto y haga tal ascenso no sabe el tesoro que tiene.
Pero volvamos a la situación de nuestro iluso hijo pródigo. Esta vida desnortada solía ser considerada tradicionalmente como una vida "disoluta". Veamos a fondo -aunque sea brevemente- qué rasgos presenta este tipo de conducta y a dónde nos conduce.
La exaltación del vértigo no conduce a la felicidad
Vida disoluta es -a la letra- vida di-suelta, des-arraigada, sin lazos, ni vínculos, ni relación alguna que signifique estructura, y, por tanto, estabilidad, firmeza, seguridad en la conducta y en el conjunto de la vida.
Al verse solo, absolutamente libre de toda norma, el joven libertino comienza, alocado, a disfrutar de los goces de los sentidos. Se embriaga con ellos, se empasta y se aleja de cuanto signifique valor, por tanto, virtud y encuentro personal.
El encuentro es el primer gran hito del ser humano en su proceso de crecimiento como persona. Es, por ello, uno de los quicios en torno a los cuales gira nuestra existencia. Quebrar ese quicio, quitarle firmeza es quedar, como persona, a la intemperie, literalmente desquiciado.
De ahí la gravedad que encierra el hecho de que la persona disoluta se niegue a crear algo que pueda cobijarle, darle amparo y fuerza: hogar, amistades entrañables, una profesión de calidad. En su atolondramiento intelectual, el joven entregado al vértigo no repara en que lo sensible aislado no ampara ni acoge al hombre; lo diluye en un mundo de impresiones fascinantes.
En la misma línea de aislamiento creciente y hosco, el joven autosuficiente rehúye comprometerse con algo o con alguien; apuesta por lo inmediato gratificante; reduce su entorno vital a una trama de impresiones efímeras, que, al desvanecerse, no dejan atrás sino una especie de tierra quemada.
Este joven entregado ilusamente a las impresiones exaltantes no se cuida de vincularse de veras a alguien fiable; sencillamente disfruta, derrocha bienes y salud; no habita, no crea nada, sencillamente dilapida las posibilidades creativas que su herencia podía haberle facilitado.
Como la persona se desarrolla y crece en el nivel 2 -realizando diversos encuentros con distintas realidades-, el joven libertino, recluido en su seductor nivel 1, queda cercado por la soledad más desoladora. Soledad que él no puede superar por estar sometido a los instintos, y carecer de toda creatividad.
En vez de tener plena autonomía -como soñaba-, se ve dominado por sus pasiones. En lugar de la plena independencia que buscaba a todo precio, queda sometido a una implacable esclavitud, por haberse despersonalizado.
Las seducciones nos aíslan y despersonalizan
Cuando uno se despersonaliza, se ve fallido en lo más profundo de su ser y se ve corroído por la angustia y la desesperación. Nuestro joven aventurero lo perdió todo, hasta lo que parecía tener más asegurado: la total independencia. Lo dio todo por conseguir ese tipo de libertad, y lo ha perdido todo. De ahí la desesperación, la conciencia de tener todas las puertas cerradas. ¿Qué puede hacer un frustrado total?
Procurarse la mera supervivencia. Consigue un empleo que suponía una humillación extrema para un hebreo: cuidar cerdos. Pero ni siquiera humillándose resuelve su problema de sobrevivir. Tiene que pedir permiso para compartir con los animales la comida que yace en el suelo, y se lo niegan. Su estado de frustración es total, un puro sinsentido, porque tener sentido la vida es estar bien orientada, y aquí no le queda ni pasado -porque lo despreció-, ni futuro, porque no lo quiso crear, sino malgastar. Con razón escribió Albert Camus que "el tema principal de la filosofía es saber si la vida tiene sentido o no".
La nueva vida de nuestro joven es un ejemplo de lo que suelo denominar "vértigo", con sus seis fases: exaltación eufórica, decepción, tristeza, angustia, desesperación, soledad absoluta, destrucción. Cuando las experiencias de exaltación dejan de sucederse automáticamente y dar una falsa sensación de perennidad, el hombre entregado al vértigo se siente desolado.
El relato evangélico nos dice que el hijo pródigo se quedó solo y hambriento, y tan poco libre que ni siquiera estaba autorizado a compartir la comida de los animales que cuidaba. Aquí se torna patente hasta qué punto el vértigo, después de prometernos todo y no exigirnos nada, nos lo quita todo. El vértigo es temiblemente falaz, engañoso. Y nos deja en un insufrible desamparo. Pasar hambre, por carecer de recursos, debe de producir a una persona un desconsuelo difícil de describir, pues el comer es una necesidad muy apremiante. Si esta extrema indigencia nos acosa en la soledad del campo, tiene uno la impresión agónica de que todas las puertas están cerradas.
¿Está preparado un joven que se ha entregado a una vida disoluta, dilapidadora de cuando tenía de valioso, para afrontar esta prueba extrema?