El Rey León
Dios conserva su corona ceñida sobre el orbe.

León XIV nos vuelve a demostrar que la majestad de Dios conserva su corona ceñida sobre el orbe. En la imagen, en una recepción a los religiosos de La Salle el 15 de mayo.
En un mundo que parece comandado por falsos ídolos y apóstatas prebostes, el pontificado de León XIV nos vuelve a demostrar que la majestad de Dios conserva su corona ceñida sobre el orbe.
Resulta milagroso que, en estos tiempos que corren, la mirada del mundo permanezca, desde hace semanas, posada ante los acontecimientos que atañen al devenir del papado. De hecho, ahí está el milagro.
Me da la sensación de que el cielo se encuentra encapotado por nubes fétidas y mortecinas, con el hedor y la fisonomía propias del carbón en combustión, pero, a su vez, translucidas por el divino fulgor de la esperanza; como un reinado regentado por Scar y cuyo trono aguarda -paciente y sereno- el retorno de Simba.

En 'El Rey León', Scar (a la izquierda de la imagen) es el tío de Simba: asesinó a su padre para quitarle el trono, pero ha tenido engañado a su sobrino hasta que éste descubre la verdad y lucha por recuperar el reinado.
Desde mi punto de vista, vuelve a cumplirse una paradoja que podemos encontrar en las Sagradas Escrituras. Por un lado, tiene lugar aquello de que “ha vencido el león de la tribu de Judá” (Ap 5, 5), véase que el Señor ha resucitado; algo que hace plausible el consabido Christus Vincit! Christus Regnat! Christus Imperat! (Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera). Aunque, por otra parte, San Pablo nos alertaba de “los dominadores de ese mundo tenebroso”, de “los espíritus malignos que están por las regiones aéreas” (cf. Ef 6, 12).
Así pues, resulta chocante que la historia del mundo haya cambiado tan poco, que las paradojas más prístinas de los dos últimos milenios vuelvan a reverberarse sobre la faz de 2025. Un día, la muchedumbre le honra a Jesús con una entrada triunfal y enarbolando ramas de olivo, y, a la semana siguiente, le crucifica y flagela en un espectáculo de escarnio infamante. Eso sí, ahora continúa teniendo lugar tanto esta contradicción como un hecho inapelable: que Cristo es el protagonista de la historia; tanto para ser alabado como ultrajado, enaltecido como humillado.
Al protagonismo urbi et orbi que está acaparando todo lo concerniente a la designación del sumo pontífice, cabe sumarle que el cristianismo es el credo más practicado y perseguido de los tiempos actuales; algo que contribuye a reforzar lo desarrollado en los párrafos anteriores.
A la luz -y a la sombra- de todo lo expuesto, he llegado a la conclusión de que, si el pecado detenta la regencia del mundo, Cristo no cesa de ocupar su trono, como un Monarca que aguarda, entre bambalinas, a la espera de su momento de gloria.