Lunes, 29 de abril de 2024

Religión en Libertad

La inmensa «fe» de los ateos

Joven varón mirándose al espejo.
Nos miramos al espejo y descubrimos nuestra propia singularidad y unicidad, algo inexplicable por el materialismo. Foto: Laurenz Kleinheider / Unsplash.

por Miguel Ángel Irigaray Soto

Opinión

En cierta ocasión me llegó un texto que, con muchísima razón, decía: “Me di cuenta de que, para mantener mi ateísmo, tendría que creer que la nada produce todo; la materia muerta produce vida; el azar produce orden; el caos produce información; la inconciencia produce conciencia y lo irracional produce razón. Estos saltos de fe eran demasiado grandes para yo lograrlos”. Y le faltaba añadir cómo de lo determinado, que cumple siempre unas leyes, puede surgir algo tan indeterminado como la libertad, que implica que yo mismo me determino (determino esto o aquello, lo cual significa que no estoy determinado por nada). En cualquier caso, creo que no se puede intuir algo tan profundo como la existencia de Dios en tan pocas y certeras palabras.

Y es que estoy convencido de que hace falta tener más “fe” para ser ateo que para ser religioso. Porque, ciertamente, creer, por ejemplo, que el azar lo explica todo, cuando, en el fondo, no explica nada, es un verdadero “salto de fe” irracional, ya que es necesaria una casualidad tras otra, cada vez más compleja y estadísticamente más imposible, para producir los resultados asombrosos que conocemos en el macro y el micro-cosmos, hasta llegar al hombre racional y libre, surgido (suponen algunos) de la materia irracional y no libre (determinada por leyes naturales que siempre se cumplen). Eso equivale a pensar, por ejemplo, que la obra más sublime de la literatura española, El Quijote, pudo haberse escrito por azar al cabo de millones de años, por sí misma, porque sí, sin una pluma ni una mano que plasmaran una idea previa de alguien inteligente, el autor (Miguel de Cervantes).

Pues bien: hay cosas en la naturaleza mucho más complejas que El Quijote, como la misma vida, la libertad, la conciencia, el sentido ético o moral, una simple célula o el propio cerebro humano (con las increíbles funciones que es capaz de realizar)… y algunos quieren creer o hacernos creer que existen por casualidad, por arte de birlibirloque. Siendo muy generosos, podríamos hacer el esfuerzo de dar la razón, como simple ejercicio hipotético, a quienes así piensan; pero podríamos concederles que tamaña casualidad se produjo una vez, dos; si quieren, tres o (ya demasiado) cuatro veces. Lo extraño es que casualidades de tal magnitud y de tanta imposibilidad estadística se repiten de continuo en la naturaleza, más que los granos de la arena del mar; y así hay patrones como el patrón “hombre”, el patrón “perro” o cualquier otro que obedecen siempre a unas mismas características básicas y que se repiten de forma fija, casi inexcusable, en cada especie. Y decimos “casi”, porque cuando alguna característica propia no se da (por ejemplo, una persona impedida para ver u oír), entonces decimos que hay una anomalía, un defecto del patrón normal o una enfermedad.

Resumiendo: hay en la naturaleza infinidad de cosas “cortadas por el mismo patrón”. ¿Cómo se ha llegado a eso por simple casualidad? El caos, por sí mismo, no puede hacer cosas que siempre sigan un mismo patrón, unas mismas características básicas comunes. Lo normal es que el azar ciego produjera, pongamos por caso, un perro con un ojo, otro con ninguno, otro sin pelo o miles de perros sin sentido del olfato. Llevando el argumento a otro ámbito, eso equivaldría a pensar que cualquier producto de una empresa, que sale de la cadena con un determinado tamaño, textura, empaquetado, etc. (esto es, con un mismo “patrón”), surge así por puro azar, sin nadie que lo haya pensado con esas características comunes y sin un proceso de transformación, por el que varias materias primas distintas se unen en proporciones definidas para dar un determinado resultado final. ¿Determinado? Sí, porque ese resultado final ha sido determinado por alguien que lo ha pensado.

El colmo de lo inexplicable para un ateo viene ya de cerrar los ojos y mirarse cada uno a sí mismo por dentro, diciendo: “yo”. Sí, "yo" soy único, irrepetible e intransferible: no me puedo cambiar por otro. Yo soy yo y nadie más, hasta el punto de que el día que me muera, me moriré yo solo y nadie podrá acompañarme en ese viaje. Podrán llorarme, velar mi cadáver, pero el que se ha muerto soy yo y nadie más. Yo soy yo, con mi propio carácter, con mis manías (que son las mías) y mis virtudes… Soy Pepito Pérez, pero no puedo ser Juanito Gómez, por más que quiera. Esta singularidad (que, realmente, muestra la existencia del alma) no se da, al menos de forma tan fuerte, en el resto de la naturaleza ni de la materia, donde unas cosas son meras copias de otras y, en el fondo, una piedra es lo mismo que otra piedra, aunque cambie su tamaño, peso, etc. ¿Cómo explicar por puro azar el salto de la no singularidad de las cosas, de la materia, a la singularidad de cada ser humano? Ya lo decimos e insistimos: hay que tener “mucha fe”, demasiada, para no creer en Dios.

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