Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

Las familias pobres


Evangelizar las familias pobres es una tarea que exige entender la promoción humana como algo esencial.

por Pedro Trevijano

Opinión

En estos momentos de crisis económica creo que es conveniente recordar lo que significa la  pobreza. Ésta es una situación de carencia de recursos económicos, sociales y culturales que no permiten la plena integración en la sociedad, lo que hace referencia no sólo  a la economía, sino a la perspectiva humana en su sentido integral.
 
La pobreza y el subdesarrollo económico son realidades llamativas y escandalosas, ya que suponen desempleo, inestabilidad laboral, hambre, enfermedad, miedo, ignorancia, miseria, imposibilidad de educar adecuadamente a los hijos y hasta destrucción de la dignidad humana, lo que con frecuencia va también asociado al alcoholismo, la violencia y el maltrato. Quienes se encuentran en estas condiciones se ven desprotegidos social y culturalmente y obligados a buscar empleo donde el empleo está, con la consecuencia de la separación física de los miembros de la familia, lo que dificulta con frecuencia su desarrollo normal y es uno de los motivos principales de la marginalidad y de la desestructuración familiar. El analfabetismo, el desempleo, los bajos salarios, la explotación de mujeres y niños son barreras discriminatorias que se traducen en inestabilidad familiar.
    
Numerosas familias sufren la pobreza y frecuentemente en modo grave. El Señor ha dicho: “a los pobres se les anuncia la buena noticia” (Mt 11,5); y “bienaventurados los pobres” (Mt 5,3), pero no “bienaventurada la pobreza”. Ésta es un mal, producto de una distribución injusta de los bienes y recursos materiales, culturales y espirituales puestos por Dios a disposición del hombre (Gén 1,26-31), fruto de una organización social inadecuada y del pecado de los hombres, situación por tanto de la que no podemos desentendernos. Para combatirla no basta con el simple crecimiento económico, sino que es necesario sobre todo invertir en las personas, especialmente en su educación, y practicar la justicia social.
    
En las familias pobres encontramos, sin embargo, valores que son una encarnación del evangelio y ayudan a la salvación y al florecimiento de la familia: un sentido del compartir y de la solidaridad, una gran generosidad y altruismo, una apertura a las reformas sociales y una aptitud para acoger la palabra de Dios con toda su fuerza liberadora.
 
Evangelizar las familias pobres es una tarea que exige entender la promoción humana como algo esencial. En Europa los pobres son de manera singular los inmigrantes, los desempleados, los ancianos, los enfermos terminales, los niños sin nacer y los niños sin familia o con familia rota. Por supuesto que la auténtica promoción privilegia la dimensión religiosa y trascendente de la persona que implica a su vez el mandato del amor fraterno. La pastoral de los derechos humanos tiene una gran importancia, a fin de que esas personas recuperen su autoestima, conociendo y defendiendo sus derechos. El máximo derecho es poder ejercitar los derechos, no siendo suficiente evitar la injusticia, sino promoviendo la justicia para que las familias puedan cumplir su misión. Las grandes injusticias sociales son asuntos morales fundamentales y los cristianos hemos de luchar por un mundo más justo y más fraternal.
 
Ya en la elección de los primeros diáconos “este grupo tampoco debía limitarse a un servicio meramente técnico de distribución: debían ser hombres “llenos de Espíritu y de sabiduría” (cf. Hch 6,1-6). Lo cual significaba que el servicio social que desempeñaban era absolutamente concreto, pero sin duda también espiritual al mismo tiempo; por tanto, era un verdadero oficio espiritual el suyo, que realizaba un cometido esencial de la Iglesia, precisamente el del amor bien ordenado al prójimo” (Benedicto XVI, Encíclica “Deus caritas est, nº 21).
 
Para ello la acción social y política en favor de las familias exige a la Iglesia y a los cristianos tener una inequívoca opción preferencial por los pobres en el espíritu del evangelio (cf. Mt 11,5; Lc 7,22). Ello supone tomarnos en serio la defensa y protección de los derechos humanos, especialmente de los menos respetados en nuestra sociedad, como pueden ser la vida humana desde su concepción hasta su fin natural; la protección del matrimonio y de la familia; el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus propias convicciones morales y religiosas; la libertad religiosa, tanto en público como en privado. Resulta claramente demostrativo del sectarismo de nuestro gobierno y sus secuaces que en estos momentos de crisis y dificultades económicas, las dos  instituciones que más hacen por la promoción de un orden económico justo y de ayuda a los más necesitados, es decir la familia y la Iglesia, sean combatidas y atacadas. De hecho, la Iglesia Católica es la organización mundial más comprometida en la ayuda a los necesitados y es que la caridad de las obras debe corroborar la caridad de las palabras. Pero por urgentes que sean las necesidades materiales no podemos esperar a que se realicen los necesarios cambios sociales para anunciar el evangelio a todos los pueblos. En medio de la pobreza física la experiencia de la palabra de Dios consuela, libera y permite a la persona descubrir su valor fundamental y su dignidad de hija de Dios, mientras que de los pobres la Iglesia puede aprender la verdad de las bienaventuranzas de Cristo y el modo de practicarlas.  
 
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