Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

El consentimiento matrimonial


El consentimiento forma parte de la institución matrimonial. El ordenamiento jurídico no suple la decisión del corazón, pero la protege, aunque la institución, sin embargo, no es el amor y no hay que pedirle lo que no puede dar.

por Pedro Trevijano

Opinión

Quien se casa lo hace porque libremente quiere, sin que nadie le obligue. Es indiscutible que el consentimiento de los contrayentes es la causa del matrimonio. Cuando dan su consentimiento para el matrimonio, los esposos realizan un acto humano libre, responsable, racional y voluntario, en el que el marido y la mujer no sólo se dan y aceptan el uno al otro mientras vivan, sino que asumen este tipo de vida en su conjunto, porque el matrimonio cristiano es a la vez institución natural y sacramento, describiéndose como «un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, lo que fue elevado por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados» (Código de Derecho Canónico c. 1055), siendo sus propiedades esenciales «la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento» (CIC c. 1056).
 
El matrimonio goza del favor iuris, es decir el Derecho tiene que protegerlo, aunque esto no supone que para que un matrimonio sea declarado nulo, tenemos que tener la certeza absoluta de ello, sino que basta la certeza moral que excluya la duda prudente sobre su validez. El conjunto de condiciones básicas para poder contraer matrimonio es significado con la palabra madurez, si bien como somos personas cuya tarea de maduración dura toda la vida, no tenemos que confundir la madurez psíquica, entendida como el punto de llegada del desarrollo humano, con la madurez canónica, que es en cambio el punto mínimo de partida para la validez del matrimonio, y que supone tan solo una madurez psíquica suficiente, aunque no sea óptima, pero que exige sin embargo ser una persona psicológicamente adulta con un cierto equilibrio y poseedora de consciencia, libertad y responsabilidad.

Esta madurez implica una capacidad que no ha de ser tanta ni tan exigente que se diluya el derecho natural al matrimonio ni tan exigua que quede desvirtuada la calidad e importancia del compromiso que el matrimonio entraña, mientras que, por el contrario, la falta de madurez deriva de ordinario de la presencia en el contrayente de alteraciones o anomalías de la personalidad que le sitúan en unas condiciones de precariedad psíquica, que le incapacitan para poder elegir y optar libremente.
 
La propia naturaleza del matrimonio hace que no puedan contraerlo quienes son incapaces de dar un consentimiento matrimonial válido, es decir quienes carecen de suficiente uso de razón, sea porque nunca han logrado tenerla, sea porque la han perdido por una grave enfermedad mental o por fenómenos patológicos como los debidos a intoxicaciones de drogas o alcohol, o tienen un grave defecto de discreción de juicio acerca de los derechos y deberes esenciales del matrimonio que mutuamente se han de dar y aceptar, porque, por ejemplo, tienen tal inmadurez o egoísmo que son incapaces de tener una relación conyugal orientada hacia el bien recíproco, la aceptación de los hijos o la fidelidad y perpetuidad de su compromiso, o bien no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica (cf. CIC c. 1095).
 
Es decir, en los casos de insuficiente uso de razón, o grave defecto de discreción de juicio, es el propio acto subjetivo del consentimiento el que está viciado por un defecto sustancial de inmadurez psíquica o afectiva, mientras en el caso de no poder asumir las obligaciones esenciales, se trata de la imposibilidad de realizar el objeto del consentimiento. Esta imposibilidad puede provenir de no poder o no querer hacer el acto humano necesario para contraer la obligación, o de la incapacidad de cumplirla, como sucede en el caso de las personas de índole muy violenta, ya que nadie puede contraer una obligación que le es imposible realizar. Es decir, para que valga un consentimiento matrimonial, se requiere una libertad suficiente para poder llevarlo a cabo, especialmente en su aspecto de compromiso interpersonal, porque lo que ellos quieren es tener un proyecto de vida, que haga de su cariño una realidad estable, creadora de una nueva comunidad familiar. Entonces el compromiso jurídico manifiesta y garantiza ese consentimiento.
 
El consentimiento forma parte de la institución matrimonial. El ordenamiento jurídico no suple la decisión del corazón, pero la protege, aunque la institución, sin embargo, no es el amor y no hay que pedirle lo que no puede dar. Pero la institución sí es el lugar propicio donde el amor puede desarrollarse, pues está a su servicio.
 
El matrimonio es un fenómeno social que ha existido y existe en todas las sociedades y culturas, cuyo fin es legitimar la procreación y las relaciones sexuales, revistiendo actualmente las siguientes características: a) es una entrega personal fiel, exclusiva y definitiva entre los dos cónyuges; b) realizada por medio del consentimiento mutuo; c) entre un hombre y una mujer; d) hecha a impulsos del amor; e) en orden a crear una comunidad estable y permanente de vida; f) para la propia integración y perfección; g) de la que surge como consecuencia de la integración una procreación responsable, que supone también la educación de los hijos.
 
El matrimonio ha sido a lo largo de los siglos uno de los más importantes factores de progreso de la humanidad, pues proporciona a los hijos una estabilidad educativa y una formación que garantiza el crecimiento y desarrollo humano de nuestra sociedad.
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