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Cuando Dios hace esperar

Hay silencios que incomodan más que cualquier palabra. Un lugar donde nada parece suceder y, sin embargo, todo se está decidiendo.

La espera.Foto de Ales Krivec en

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Hay silencios que incomodan más que cualquier palabra. No porque estén vacíos, sino porque están llenos de una presencia que no se deja apresar. La espera es uno de esos silencios. Un lugar donde nada parece suceder y, sin embargo, todo se está decidiendo.

La espera no llega como una elección espiritual; irrumpe. Se instala cuando quisiéramos respuestas, fechas, certezas. Cuando el corazón pide claridad y recibe tiempo. Y ese tiempo —lento, opaco, resistente a nuestras urgencias— se convierte en un espejo implacable: nos muestra cuánto necesitamos controlar, cuánto nos cuesta confiar sin garantías.

Dios educa desde ahí. No desde la evidencia, sino desde la demora. No desde la prisa, sino desde una lentitud que purifica. Dios no compite con nuestras agendas ni responde al ritmo de nuestra ansiedad. Se deja esperar. Y al hacerlo, transforma la espera en lugar de revelación.

La fe madura no se reconoce por la acumulación de respuestas, sino por la capacidad de permanecer cuando las respuestas no llegan. Esperar es seguir estando ante Dios cuando la oración ya no consuela, cuando la promesa parece suspendida, cuando el silencio se alarga más de lo razonable. Es aceptar que Dios no es un objeto que se posee, sino un misterio que se habita.

La historia bíblica está tejida de esperas que parecen excesivas. Promesas que se retrasan. Caminos que no se explican. Generaciones enteras que sostienen una esperanza sin poder verificarla. Y, en el centro, la figura de quien espera sin dramatismo ni exigencia: la fe que consiente, que guarda, que no se adelanta. La espera, así, se vuelve obediencia interior.

Esperar duele porque desmantela la ilusión de autosuficiencia. Nos obliga a admitir que no todo depende de nuestra lucidez, ni de nuestro esfuerzo, ni siquiera de nuestra fidelidad entendida como eficacia. La espera despoja la fe de sus atajos y la devuelve a su verdad más desnuda: confiar sin ver, amar sin poseer, creer sin controlar.

Hay esperas largas, sin horizonte claro. Esperas que no vienen acompañadas de signos ni de alivio. Esperas que parecen estériles. Pero Dios no mide la fecundidad como nosotros. Muchas de las transformaciones más profundas no suceden en lo visible, sino en lo oculto. Dios no siempre cambia las circunstancias; a veces cambia al que espera. Lo ensancha. Lo pacifica. Lo dispone para recibir lo que no podría conquistar.

La espera cristiana tiene forma pascual. No es el dramatismo del Viernes Santo ni la luz de la mañana de Pascua. Es el tiempo intermedio, el Sábado Santo del alma: cuando todo parece detenido y, sin embargo, la vida está siendo gestada en silencio. Un tiempo sin liturgia, sin palabras suficientes, sin seguridades. Un tiempo que solo puede vivirse desde la confianza.

En un mundo que idolatra la inmediatez, esperar es un acto profundamente subversivo. Es decir, sin ruido, que no todo se decide en el instante. Que no todo se mide en resultados. Que el tiempo no es un enemigo que hay que vencer, sino un espacio que Dios habita.

Esperar, al final, es aceptar ser transformados mientras Dios actúa sin dejarse ver. Es creer que Él sigue obrando incluso cuando no lo sentimos. Y esa fe —desarmada, perseverante, silenciosa— no es una fe menor. Es, quizá, una de las formas más altas del abandono confiado.

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