Religión en Libertad

El descanso que nadie ofrece: lo que Jesús te susurra cuando estás agotado

En un mundo que exige fortaleza constante, Cristo pronuncia lo único que libera: “Ven a mí”. Ahí empieza el alivio verdadero.

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Hay evangelios que no se leen: te atraviesan como un rayo inesperado. Versos que no se escuchan: te desgarran por dentro y te obligan a detenerte. El de hoy —“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28)— no es una frase bonita para tarjetas; es un grito divino que sacude el alma, una promesa radical que desafía nuestro orgullo y una invitación urgente para quienes ya no pueden más. Para los que se levantan con el corazón agotado. Para quienes ocultan su cansancio detrás de sonrisas forzadas. Para quienes caminan mientras sienten que se deshacen por dentro.

Y es imposible no pensar que este versículo está escrito exactamente para nuestro mundo extenuado. Para este tiempo en el que agotarse es normal, en el que vivir es un deporte de resistencia, en el que las personas van por la vida arrastrando cansancios que ni ellas mismas saben nombrar. Agotados por correr hacia metas que no llenan. Agobiados por expectativas ajenas. Hartos de sostener máscaras. Cansados de sobrevivir. Agobiados… de ser fuertes. Y ahí, justo ahí, el Señor pronuncia una frase que rompe todas las lógicas modernas: “Venid a mí.” No dice “arregla tu vida y luego ven”. No dice “sé fuerte y ya hablaremos”. No dice “compórtate mejor”. Dice simplemente: ven. Con tu torpeza, con tu caos, con tu historia. Con tus heridas todavía abiertas. Con tu cansancio sin disimulos.

Y lo extraordinario es que esta frase no se dirige a los perfectos ni a los que ya han entendido todo, sino a los que están a punto de rendirse. Cristo no llama a los vencedores: llama a los agotados. Hoy, en medio de un mundo que presume de autosuficiencia, Jesús hace la oferta más revolucionaria: “Yo os aliviaré.” Y si se piensa bien, no hay nadie más loco que Dios para prometer descanso en un universo donde todo cansa. El descanso que Él ofrece no es una siesta espiritual, ni un respiro temporal: es ser sostenido desde dentro, es que tu alma encuentre un lugar donde dejar de defenderse.

Tal vez por eso este Evangelio toca tan hondo: porque todos, absolutamente todos, llevamos un cansancio que nadie ve. Y porque Jesús no pide que lo escondamos. Al contrario: quiere que lo entreguemos. Ahí está lo radical. Lo que el mundo desprecia —el cansancio, el agobio, la fragilidad— es precisamente lo que Jesús quiere que llevemos a sus pies. Para Él, nuestra debilidad no es un problema: es la puerta de entrada.

Y esta es, quizá, la paradoja más hermosa del cristianismo: Dios no te pide fuerzas, te da las suyas. Dios no te exige perfección, te ofrece descanso. Dios no te reprocha tu agotamiento: lo convierte en encuentro.

Hoy, este versículo no es una frase bonita. Es una medicina. Un refugio. Un sitio donde dejar caer el alma. Un recordatorio de que no nacimos para sostenerlo todo solos. Que no somos superhéroes disfrazados de cristianos. Que la gracia no llega cuando ya no la necesitamos, sino cuando por fin dejamos de fingir.

Quizá el alivio del que habla Jesús no sea que desaparezcan nuestros problemas, sino que dejemos de creer que debemos cargar con ellos sin Él. Que el verdadero descanso es poder decirle, sin adornos: “Señor, estoy cansado… sosténme Tú.”

Y entonces, algo sucede. No un milagro espectacular ni un cambio inmediato. Algo más profundo: la certeza silenciosa de que no estoy solo en mi cansancio. El alivio empieza ahí: cuando dejo de huir y vuelvo a su corazón, que no se cansa, que no se agobia, que no pesa.

Hoy este Evangelio vuelve a pronunciarse con la misma fuerza que hace dos mil años. Y vuelve a preguntarnos lo mismo:

¿Dejarás que Él te alivie?

¿Te atreverás a descansar, por fin, en Dios?

Porque Él sigue esperando. Con los brazos abiertos. Con un descanso que no ofrece nadie más. Con un alivio que no se compra, no se gana y no se merece… pero se recibe.

Y tal vez —solo tal vez— aquello que hoy pesa tanto en tu alma sea precisamente lo que Jesús está intentando transformar en un encuentro. En un descanso. En una promesa cumplida.

“Ven a mí.”

Ahí empieza todo.

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