Religión en Libertad

Cuando Dios dice: "Corten"

A veces el mejor plano no es el que grabamos, sino el que Dios interrumpe a tiempo.

El dedo de DiosFoto de Calvin Craig en

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He tenido un pequeño-gran percance médico. De esos que te dejan en evidencia ante la vida y, de paso, te recuerdan que el cuerpo tiene sus propios planes, normalmente distintos a los tuyos. Asustó más a los demás que a mí, aunque reconozco que hubo un instante en el que todo se fue a negro, como si alguien hubiera desenchufado el proyector. Silencio absoluto, pantalla en blanco… y allí estaba yo, sin diálogo, sin banda sonora, solo frente a ese misterioso “corte de emisión” que Dios a veces utiliza cuando quiere llamar tu atención.

La filmación de "Seeking Beauty" esta vez no podrá ser. Y, paradójicamente, ahí apareció la belleza: en el parón, en el desconcierto, en ese descanso forzoso que uno no pide, pero que viene con sello celestial. Porque, pasado el susto, más que frustración siento una especie de gratitud irónica: Dios ha vuelto a dirigir, y me ha quitado la cámara de las manos. Quizá para recordarme que no soy, la protagonista, ni directora, sino más bien un actriz con contrato temporal en su película.

Así que sí, este episodio —que podría haberse titulado “Catástrofe médica con final feliz”— empieza a parecerme un regalo. Uno envuelto en vendas, con humor negro y ternura de Padre. Un recordatorio amable, aunque algo brusco, de que incluso los tropiezos tienen guion.

Yo nunca he dudado de Dios. Lo he sentido presente en los días luminosos y también en los túneles más largos. Pero esta vez fue distinto. Fue como si Él se hubiera tomado la molestia de interrumpirme físicamente para recordarme algo que, con tanto viaje y cámara, había olvidado: que no se puede filmar la belleza si uno no se detiene a mirarla.

En México siempre me asombraba la naturalidad con la que la gente hablaba de Dios y de la Virgen. Me contaban que les hablaban, que los sentían, que los guiaban. Yo, que ni de niña escuché voces celestiales —ni siquiera las de un pastorcito del Belén—, solía oír aquello con ternura, y un poco de sana envidia. “A mí Dios no me habla”, pensaba.

Hasta ahora.

Porque en ese instante de desconexión, cuando la conciencia se apagó y el cuerpo se rindió, sentí algo muy parecido a un toque. No una voz ni una visión, sino ese dedo que Miguel Ángel pintó en la Capilla Sixtina: el de Dios, empujando con una mezcla de autoridad y ternura. Y me caí, claro. Pero lo entendí después: necesitamos caernos para parar.

Caernos para redimensionar, para valorar, para volver. A veces Dios no nos susurra: nos empuja, con la misma delicadeza con la que un padre corrige al hijo que se ha despistado. Y ese empujón, que al principio parece una desgracia, es en realidad una invitación.

San Juan de la Cruz lo explicó con una precisión que atraviesa los siglos: hay noches que no son castigo, sino reeducación del alma. La “noche oscura” no es oscuridad sin más, sino un modo divino de limpiar la vista. Y yo, con menos poesía y más hospital, he vivido una versión moderna de esa noche: menos mística, más clínica, pero igual de reveladora.

Dios, con su sentido del humor —que lo tiene, y a veces de un tipo bastante irónico—, decidió que necesitaba un parón. Y me lo dio. No un descanso voluntario, sino una caída providencial. Un aviso amable disfrazado de susto.

Y qué bien hace las cosas: cuando uno se ve obligado a parar, descubre que el mundo sigue girando sin su permiso, que los proyectos pueden esperar y que la vida —esa que damos por descontada— es el milagro más fácil de olvidar.

No sé si lo mío fue una epifanía o un golpe de realismo, pero sentí algo que llevaba tiempo buscando: una paz sin argumento. Esa que no depende del resultado, sino de la rendición. Esa que aparece cuando ya no discutes con Dios, sino que le das las gracias por interrumpirte a tiempo.

Así que sí, el rodaje está en pausa, pero mi alma sigue filmando. Quizá esta temporada no llegue a pantalla, pero quedará grabada en el archivo invisible donde se guardan las verdaderas escenas de fe: el corazón.

He aprendido que incluso los apagones tienen propósito. Que la noche no es el final del día, sino el momento en que Dios cambia el decorado. Y que, cuando todo se apaga, Él enciende su linterna y dice con una sonrisa:

“Ahora que por fin te tengo quieta, ¿podemos hablar?.”

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