El milagro cotidiano de conciliar: la santidad a tiempo parcial

La conciliación
Conciliar la vida familiar y laboral es, para muchos, el equivalente contemporáneo de caminar sobre las aguas: una hazaña que solo se mantiene en pie mientras uno no mire demasiado al abismo del calendario. A primera hora, el café humea como incienso ante el altar del día; a media mañana, ya se ha derramado dos veces sobre la agenda; y por la tarde, una se descubre meditando si el don de bilocación no debería considerarse virtud teologal.
El hogar moderno, con su mezcla de ruido y ternura, se parece cada vez más a un monasterio en plena reforma: todos corren, pocos escuchan, y aun así Dios se cuela por las rendijas del cansancio. Lo sabía Santa Teresa de Calcuta cuando decía que “no todos podemos hacer grandes cosas, pero sí cosas pequeñas con un gran amor”. Tal vez la verdadera grandeza esté en cerrar el portátil para atender una pregunta infantil o en ofrecer una sonrisa al compañero de trabajo cuando lo que una querría, ofrecerle es un exorcismo.
Entre correo y merienda, la familia se convierte en el escenario donde se prueban las virtudes más frágiles: paciencia, generosidad y esa caridad que consiste en no enfadarse cuando alguien vuelve a dejar la toalla húmeda en la cama. El Catecismo define la familia como “la comunidad natural y fundamental de la sociedad” (CIC 2207), pero cualquiera que haya vivido en una sabe que también es el campo de entrenamiento donde la santidad se forja con harina, juguetes y facturas.
San José, silencioso y eficaz, probablemente comprendería nuestras listas de tareas mejor que nadie. No hay registro de que haya hecho milagros, pero cada día obró uno: mantener un taller, cuidar de María y educar al Hijo de Dios sin perder la compostura. El Papa Francisco recodaba que José “participó en la obra creadora de Dios” desde su labor cotidiana (Evangelii Gaudium). Quizá eso sea lo que hacemos todos, sin darnos cuenta, al enviar un correo con amabilidad o al cocinar con amor algo que acabará siendo declarado “asqueroso” por los hijos.
Hay también una teología del humor que los padres practican sin saberlo. Chesterton decía que “los ángeles pueden volar porque se toman a sí mismos a la ligera”, y no hay frase más aplicable al arte de conciliar. Quien ha visto a un niño interrumpir una videollamada con la pregunta “¿puedo tener un dragón?” ya ha vislumbrado la frontera entre el caos y la gracia. Reírse de eso no es frivolidad, es humildad: aceptar que el control es una ilusión, y que incluso el desorden puede ser sacramento si se vive con amor.
Santa Gianna Beretta Molla comprendió que el amor familiar se mide menos por el éxito que por la entrega. Lo extraordinario no consiste en hacer malabares perfectos, sino en perseverar, incluso cuando el número de pelotas supera las manos disponibles. Conciliar, en el fondo, no es lograr equilibrio sino descubrir belleza en el vaivén.
Y al final del día, cuando todo parece desmoronarse, algo sagrado permanece: esa paz discreta que llega al saber que, aunque nada haya salido según lo planeado, se ha amado. Se ha perdonado. Se ha reído. Y eso, según los santos, es ya la antesala del cielo.
Porque la santidad doméstica no se mide en horas bien gestionadas, sino en horas bien ofrecidas. Y aunque los padres de hoy no multipliquemos los panes ni caminemos sobre las aguas, multiplicamos los abrazos y caminan —café en mano— sobre un mar de responsabilidades con una fe que, si no mueve montañas, al menos mueve mochilas.