Bienaventurados, los que sobrevivan a la visita de la suegra.
Mi suegra
Dicen que Dios habla en lo pequeño… pero a veces lo hace disfrazado de suegra con tápers de lentejas y opiniones contundentes sobre tu arroz. No es que sea mala persona: es simplemente un ministerio especial de la Providencia, una mezcla de huracán y catequista de lo doméstico.
Primera escena: suena el timbre, abres la puerta, y entra ella como quien desembarca en Normandía. Sonríe, te abraza y, antes de que hayas podido decir “pasa”, ya está evaluando la ubicación de tus plantas. Y tú, repitiéndote interiormente como mantra: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo… incluso cuando redecora tu salón sin preguntar.”
La cocina es otro campo de entrenamiento espiritual. Un simple arroz se convierte en debate digno de Santo Tomás de Aquino. “¿Así lo haces? Bueno… yo lo hago distinto, pero si a ti te gusta…” Traducción: has cometido herejía culinaria. San Pablo tenía razón cuando escribió que “el amor es paciente” (1 Corintios 13,4). Lo que no aclaró es que a veces la paciencia huele a ajo.
La limpieza de la casa tampoco se libra del escrutinio. Una mota de polvo en la esquina y ya tienes homilía improvisada sobre la técnica correcta de barrido. San Francisco de Sales aseguraba que “nada es tan fuerte como la mansedumbre.” Claramente conocía a alguien que había discutido con su suegra sobre el uso de la escoba.
Lo sorprendente es que, entre crítica y crítica, se cuela un destello de ternura. Ella recuerda los sacrificios de su época, las batallas sin lavadora y las recetas eternas de sopa. Y entonces uno se da cuenta de que, detrás de cada “yo lo haría mejor”, en realidad late un “quiero cuidarte”. Como decía San Juan Pablo II, “la familia es el camino de la Iglesia”, y a veces ese camino pasa por discusiones sobre plantas, arroces y escobas, pero siempre con una intención de amor escondida bajo capas de ajo y nostalgia.
El humor, bendito humor, funciona como exorcismo de tensiones. San Felipe Neri, maestro de la alegría, decía que “un corazón alegre se acerca más fácilmente a Dios.” Una broma ligera puede transformar la crítica a tu arroz en una carcajada compartida. Porque, al final, más que discutir recetas, lo que necesitamos es cocinar vínculos.
Pero ojo: amar al prójimo no es dejar de ser uno mismo. San Juan Pablo II lo recordaba: el amor verdadero respeta la libertad. Y poner límites con una sonrisa es también una forma de cuidar la relación. Decir “gracias, pero prefiero así” no es desafío: es un acto de amor con identidad propia.
El Papa Francisco en Amoris Laetitia lo deja claro: la perfección de la familia no se encuentra en la ausencia de roces, sino en los gestos pequeños, incluso los que llegan envueltos en críticas. Y sí: aceptar un táper de lentejas puede ser tan santo como rezar un rosario si se hace con gratitud y paz.
Al final, la suegra no es enemiga ni heroína, es un recordatorio viviente de que la santidad se juega en lo cotidiano. Amar en lo fácil es sencillo; amar entre críticas culinarias y consejos de limpieza, eso ya es doctorado espiritual. Y mientras tanto, Dios sonríe, porque sabe que el arroz siempre sabe mejor cuando se sirve con paciencia… y con humor.