Australia: un hito en la regulación digital para menores
Australia prohibe las redes sociales a los menores de 16 años
El diez de diciembre comienza el cambio
El 10 de diciembre marca un antes y un después en la historia reciente de la regulación digital: Australia ha decidido dejar fuera de las redes sociales a los menores de 16 años. No se trata de una recomendación sanitaria, ni de una campaña de sensibilización, ni de una apelación moral a las familias, sino de una ley vinculante que obliga a las grandes plataformas tecnológicas a impedir el acceso efectivo de los menores, bajo amenaza de sanciones económicas severas. Su singularidad no radica únicamente en el umbral de edad —más elevado que el estándar internacional de los 13 años—, sino en el origen y el significado cultural de la medida.
Los padres empujan
Lo primero que conviene subrayar es que esta iniciativa no nace como una imposición tecnocrática ni como un gesto paternalista del Estado. Es, en sentido fuerte, una iniciativa impulsada desde abajo: desde asociaciones de padres, educadores y sectores amplios de la sociedad civil que llevan años constatando un daño real, persistente y acumulativo en niños y adolescentes. Padres que, aun siendo conscientes de los riesgos, se han visto atrapados en un dilema clásico de acción colectiva: poner límites estrictos a sus propios hijos significaba, muchas veces, condenarlos al aislamiento social. Australia ha convertido ese problema privado en una decisión pública compartida, liberando a las familias de una carga que individualmente no podían sostener.
La generación ansiosa, Jonathan Haidt: el libro de cabecera
En el centro intelectual y cultural de este movimiento se encuentra el libro de La generación ansiosa (2024), del psicólogo social Jonathan Haidt. Más que un ensayo coyuntural, la obra ha funcionado como catalizador de una intuición ya extendida: que el aumento vertiginoso de la ansiedad, la depresión, la fragilidad emocional y la dificultad de atención en adolescentes no es un fenómeno difuso ni multicausal en abstracto, sino que guarda una relación estructural con la arquitectura misma de las redes sociales. No se trata solo de “malos contenidos”, sino de sistemas diseñados para captar atención, generar dependencia y modelar la vida emocional de usuarios todavía inmaduros.
Apartar del alcohol, del juego y también de las redes sociales
La ley australiana asume, implícitamente, esta tesis: que hay entornos que no son neutrales y que exigen una madurez que los menores no poseen todavía. De modo análogo a como nadie considera represivo prohibir el alcohol o el juego antes de cierta edad, Australia ha decidido que el acceso activo a redes sociales —no a internet en general, ni a contenidos informativos— constituye un contrato digital que requiere un grado mínimo de desarrollo psicológico y moral.
Las dificultades para la aplicación
Por supuesto, la medida no está exenta de dificultades. La más citada es la verificación de la edad: ¿cómo garantizar que un usuario tiene realmente más de 16 años sin introducir sistemas intrusivos que comprometan la privacidad? El gobierno ha optado por trasladar esta responsabilidad a las plataformas, obligándolas a innovar en soluciones técnicas que hasta ahora habían evitado. No es una solución perfecta, y es previsible que existan filtraciones, trampas y zonas grises. Pero el punto decisivo no es la perfección del sistema, sino el cambio de principio: ya no se acepta que la imposibilidad técnica justifique la inacción normativa.
El riesgo de desplazamiento a espacios menos regulados
También existe el riesgo de desplazamiento: que los adolescentes migren a espacios menos regulados, más opacos o directamente clandestinos. Esta objeción, sin embargo, se parece mucho a las que históricamente acompañaron cualquier regulación significativa en materia de protección de menores. No invalida la norma; señala, más bien, la necesidad de acompañarla con educación familiar, escolar y comunitaria.
El efecto espejo que puede poner a reflexionar a otros países
Donde la iniciativa australiana adquiere una relevancia verdaderamente global es en el efecto espejo que está produciendo. Gobiernos de Europa, Asia y América observan con atención. España, Francia, varios países nórdicos y la propia Unión Europea se preguntan qué hacer ante un problema que ya nadie niega, pero que pocos se han atrevido a afrontar con decisión. Australia funciona aquí como laboratorio moral y político: si la medida resiste el tiempo, si reduce algunos de los daños más visibles, si devuelve a las familias un margen de autoridad y serenidad, es muy probable que otros países adopten regulaciones en direcciones similares.
El mercado digital no puede, no sabe, o no quiere autorregularse
En este sentido, la ley no es solo una respuesta a una crisis juvenil; es un síntoma de un cambio más profundo. Por primera vez en décadas, una democracia liberal reconoce explícitamente que el mercado digital no puede autorregularse cuando están en juego bienes humanos básicos: la atención, la salud mental, la sociabilidad real y el crecimiento interior de los menores. Reconoce, también, que la libertad necesita condiciones y que proteger no es sinónimo de censurar.
El mundo observa este camino valiente orientada la bien de los menores
Quizá el mayor valor de esta decisión no esté en sus efectos inmediatos, sino en el mensaje que envía: que una sociedad puede, de manera casi unánime, decir “no” a una tecnología concreta cuando percibe que daña a sus hijos. En tiempos de fragmentación y parálisis política, Australia ha mostrado que todavía es posible una acción común orientada al bien de los más vulnerables. El mundo observa. Y, por primera vez en mucho tiempo, no solo para criticar, sino para aprender.