Religión en Libertad

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Hemos de seguir el juicio de la conciencia siempre, pero hemos de procurar que el juicio sea correcto y que la ignorancia vencible se ilumine reconociendo el bien. Ninguna acción es buena simplemente por seguir el juicio de la conciencia, porque ésta puede estar deformada; por ejemplo, los terroristas tal vez pueden obrar según el juicio de su propia conciencia, pero está claro que está conciencia está deformada: el asesinato jamás es un bien. O si recordamos la película "Vencedores y vencidos", una recreación sobre los juicios de Nuremberg, veremos claramente expuesto el problema.

La doctrina católica señala que hemos de obrar según el juicio formulado por la conciencia; sigamos el Catecismo:

El hombre debe obedecer a su conciencia:

Sabemos que "en este plano, el plano del juicio (el de la conscientia en sentido estricto), es válido el principio de que también la conciencia errónea obliga. En la tradición del pensamiento escolástico, esta afirmación es plenamente inteligible. Nadie debe obrar en contra de sus convicciones, como ya había dicho san Pablo (cf. Rm 14,23)" (Ratzinger, El elogio de la conciencia, Madrid, Palabra, 2010, p. 32). Pero, ¿y si la conciencia está equivocada? ¿Si no ha hecho bien el discernimiento? ¿Si hay una perversión en ella que le impide reconocer el bien y la Verdad? ¿Y si obra movida por una ignorancia, por el desconocimiento?

Sigamos con las palabras del Catecismo:

Así, aunque seguimos el juicio de la conciencia errónea, hemos de lograr que la conciencia sea clara y ajustada al bien y la Verdad, ser formada y bien formada, alejada de la subjetividad, cercana a la objetividad de la Verdad y del bien: "Ahora bien, el hecho de que la convicción adquirida sea obviamente obligatoria a la hora de obrar, de ningún modo significa la canonización de la subjetividad. Seguir las convicciones que uno se ha formado nunca supone una culpa; es más, ha de seguirlas. Pero no menos culpable puede resultar que uno llegue a formarse convicciones tan desquiciadas, por haber ahogado la repulsión hacia ellas que advierte la memoria de su ser. La culpa, pues, se encuentra en otro lugar, a mayor profundidad: no en el acto momentáneo, ni en el presente juicio de la conciencia, sino en ese descuido de mi propio ser que me ha hecho sordo a la voz de la verdad y a sus sugerencias interiores. Por esta razón, también los criminales que obran con convicción -Hitler, Himmler o Stalin- siguen siendo culpables. Estos ejemplos extremos no deben servir para tranquilizarnos, sino más bien para despertarnos y hacernos tomar en serio la gravedad de la súplica: '¡líbrame de las culpas que no veo!' (Sal 19,13)" (Ratzinger, id., p. 33). Es necesario que la conciencia esté bien formada, iluminada, buscando aquello que es bueno y bello y verdadero, en todo reconociendo la voluntad de Dios.

Y, para un juicio concreto, la conciencia debe acudir a otros recursos y gracias actuales:

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