El Espíritu del Señor
El culmen y plenitud de la Pascua es la efusión del Espíritu Santo. Cristo va al Padre pero su acción eficaz continuará en nosotros mediante su Santo Espíritu. Desde el cielo, lo derramará con abundancia. Convenía que Él se fuese para que viniera el Espíritu actuando ya interiormente en los hijos renacidos por el Bautismo.
No nos quedamos huérfanos por la Ascensión del Señor y su desaparición visible de la escena de este mundo. Él da otro Paráclito, el Consolador, el Defensor, que aliviará nuestra tristeza, la tristeza de no ver físicamente al Señor Jesús. Su Espíritu Santo es llamado por Jesús "Consolador". "Jesús sugiere este sentido, porque promete a los discípulos la presencia del Espíritu Santo como remedio a la tristeza provocada por su partida" (Juan Pablo II, Audiencia general, 13-marzo1991). Es Consolador, asimismo, porque con suavidad y dulzura vivifica a quien sufre; su acción es íntima, interior, y en cierto modo se podría decir balsámica, de las heridas de alma, de la lucha, de las tentaciones y de los sufrimientos de cualquier tipo que hayamos de afrontar. Nos consuela interiormente llegando hasta donde nadie puede llegar en nuestro corazón.
Es Defensor, nuestro Abogado, ya que mientras el Maligno se encarga de acusarnos a nosotros y a nuestros hermanos día y noche, como recuerda el Apocalipsis, el Espíritu habla por nosotros, intercede por nosotros, gime en nuestro corazón y nos defiende ante el Padre. ¡Qué mejor Abogado! Es Defensor porque ante las asechanzas del enemigo, las trampas y las tentaciones, Él fortalece e ilumina animándonos a resistir y señalando los caminos limpios y seguros por los que ir para que el Maligno no nos enrede.
¡Es el Espíritu del Señor!
¡Su Santo Espíritu que se derrama sobre nosotros!