Viernes, 26 de abril de 2024

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Los contextos del aborto

por Alejandro Campoy

Hay una verdad fundamental en lo relativo al hecho del aborto provocado voluntariamente: se trata de la eliminación de un ser humano vivo. Hoy en día es casi imposible negar esta evidencia, y por lo tanto debe ser proclamada a los cuatro vientos sin tapujos ni disimulos. Sin embargo, una parte muy importante de las sociedades postindustriales es incapaz de acoger y entender esa verdad inapelable, y es momento entonces de preguntarse por las causas de esa incapacidad. Se hace necesario, así, referirse a los contextos del aborto. Que hoy en día millones de personas hayan llegado a creer que el aborto no sólo no es un crimen y un delito, sino que mediante una operación de inversión del juicio estén prontos a considerarlo un derecho, se debe a una gigantesca operación de ingeniería social que lleva en marcha muchos años ya. Y se hace imprescindible desenmascararla y dar a conocer también esa verdad a todos aquellos que han sido víctimas de la misma. Por lo tanto, hay que remitirse primeramente a las premisas de esta gran manufactura de mentalidades. Y en este caso encontramos un doble origen que designaremos a través de dos nombres propios por señalarlos e identificarlos con mayor claridad: Malthus y Gramsci. Malthus. Que la extensión y difusión a nivel mundial no sólo del aborto, sino de todas y cada una de las técnicas de control de la natalidad existentes hoy en día se debe en muy buena parte a la vigencia de una forma de neomalthusianismo no sólo en casi todos los países desarrollados, sino sobre todo en el seno de los grandes organismos internacionales que pivotan en mayor o menos medida en torno a la ONU, es un hecho que hay que desenmascarar con toda contundencia. Y no se trata ya de la vieja teoría malthusiana relativa a la proporción entre población y recursos, sino de una nueva versión acorde con nuestro mundo globalizado, que tiene que ver con el mantenimiento de las actuales cotas de bienestar de las sociedades desarrolladas. El eje en torno al que se articula este nuevo malthusianismo es el formado por los parámetros producción-población-consumo. De lo que se trata entonces es de mantener el nivel de producción industrial en las cotas necesarias como para sostener una sociedad de consumo ilimitado, bien caracterizada por Lipovetsky entre otros, e ir limitando progresivamente el potencial de población no-consumidora. Estamos ante la vieja excusa de siempre: la población empobrecida e incapaz de consumir indefinidamente constituye un sobrante, un excedente que lastra el crecimiento económico y consume recursos improductivamente. Y esta población empobrecida se encuentra tanto fuera de los países hiperdesarrollados como dentro de ellos. La solución es su eliminación prematura mediante la cancelación de la natalidad. Resulta paradógico que el socialismo actual se haya subido con tanto entusiasmo al carro de una estrategia de clarísimo origen liberal. Parecen haberse borrado de la memoria y los libros de historia, sociología y política las durísimas críticas que el propio Karl Marx lanzó contra Malthus en la Crítica del programa de Gotha, sin ir más lejos. Encontramos aquí a grupos que se autodenomina socialistas negándose a sí mismos y a su propia tradición. Esto no es más que una muestra más de la profunda esquizofrenia que aqueja a esta ideología tras la caída de los regímenes comunistas del este de Europa. Y es imprescindible entender bien las características de este nuevo malthusianismo: de lo que se trata no es de ajustar los recursos y la población para garantizar la supervivencia, eso hace mucho tiempo que se reveló falso, sino de ajustar la población a un ritmo de consumo caracterizado por la permanencia de las peluquerías para perros, los restaurantes de hiperlujo que arrojan a la basura toneladas de alimentos, los cruceros marítimos interminables y la ostentación irrefrenada de joyas y modelos de precios insultantes. En definitiva: de sustentar el hiperconsumo de lo superfluo sobre el que decansa el actual orden económico globalizado. Ya no es la cantidad de consumidores la que sostiene la producción, sino la calidad de los mismos. Y por eso sobran los no-consumidores. Sin embargo, la estrategia y el modo de llevar a cabo tan gigantesca operación de cambio de mentalidades orientada a preseverar el consumo y mantener el grado de bienestar material de las sociedades hipermodernas procede de un pensador de la tradición comunista: Antonio Gramsci. Gramsci. El teórico italiano, coetáneo de Mussolini y encarcelado de por vida por éste, acuñó en los años veinte del pasado siglo un concepto relativamente nuevo: la "hegemonía". Por "hegemonía" entendió Gramsci el proceso mediante el cual la revolución se llevaría a cabo no tanto mediante el asalto al Estado y la toma del poder por parte del proletariado, como ya había realizado Lenin en Rusia, sino más bien la conquista de las mentalidades colectivas de toda una sociedad mediante una serie de revoluciones en el ámbito de la cultura. Mediante un fino análisis, Gramsci puso de relieve que la toma del poder y la instauración de la dictadura del proletariado serían inútiles si al mismo tiempo, o incluso, de modo previo, no se alteraba radicalmente la forma de pensar de la sociedad entera. De no hacerse así, tarde o temprano esas mismas sociedades terminarían arrasando al nuevo régimen, como de hecho ocurrió muchos años después en los países de la Europa del este. Y aquí es donde reside la originalidad de Gramsci, que se separa de Marx al relegar a un papel secundario el cambio en los modos de producción como premisa y su sustitución por lo que Marx sólo había considerado mera "superestructura": la cultura, las mentalidades, las creencias. Había que cambiar todo eso, y dominarlo hasta establecer esa "hegemonía" como sustrato necesario para configurar la revolución. El aborto no es más que una de las manifestaciones de esa estrategia: consiste en ir modificando mediante la propaganda, la educación y los medios de comunicación la mentalidad social dominante; poco importa que los miembros de esa sociedad vayan asimilando poco a poco una gigantesca mentira, el objetivo es que modifiquen sus sistemas de referencia, que desaparezcan progresivamente los marcos referenciales y valorativos antiguos y se vayan imponiendo los nuevos. Y esto se realiza atacando los flancos más débiles de cualquier individuo y cualquier sociedad: los que tienen que ver con la instintividad. De este modo, se inoculan como si de un virus se tratase en el cuerpo social una serie de mensajes orientados a excitar los instintos primarios: el disfrute de la sexualidad, la ausencia de límites y obstáculos para ello, el ensalzamiento de las emociones, su liberación sin freno ni control, y finalmente, se dota a toda esa instintividad de una justificación teórica que las hace pasar por aceptables: se trata de "nuevos derechos", lo cual hace avanzar a las sociedades y es muestra del progreso de las mismas. La gran estafa queda así consumada. Lo trágico es que millones de personas, incapacitadas para reflexionar sobre los procesos que se han operado sobre ellos mismos, quedan reducidas así al nivel del rebaño, y radicalmente convencidas de que las cosas son y deben ser así, ignorantes para siempre de que han sido objeto de una gigantesca operación de manipulación de su conciencia. Y es tal la eficacia de esta estrategia que esas personas están firmemente convencidas de que gozan de una libertad individual casi plena. Y sólo después, cuando la gigantesca operación de manipulación a lo largo de décadas arroja unos resultados lo suficientemente consistentes, se da el paso de transformar en ley lo que hasta ese momento sólo era un uso social. Y se cierra el proceso de conquista del poder a través de las mentalidades. Se trata, ni más ni menos, de un tipo de dictadura que es reclamada desde el mismo seno de la sociedad. El efecto no puede ser más demoledor.
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