Jueves, 25 de abril de 2024

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El camello tarado de Baltasar

por Una iglesia provocativa

Cuando los Reyes Magos supieron que un niño rey iba a nacer se apresuraron a montar su comitiva para poder llegar a tiempo al fastuoso evento. En su condición real sabían lo que es tener sirvientes, pajes y esclavos, y siempre buscaban los mejores camellos de las mejores casas, para viajar sobre ellos revestidos de toda su majestad.

Pero este año el camello del rey Baltasar necesitaba ser reemplazado, pues ya había cumplido tantos años de servicio que previsiblemente no podría aguantar un viaje más. El rey era muy exigente con su transporte y gustaba de ir personalmente a examinar las bestias que se usarían para su servicio, por lo que salió de compras con su paje Aminadab donde Barisaí, un comerciante de animales que tenía fama de vender los mejores camellos del lugar.

Nervioso por la llegada del monarca se apresuró en mostrar sus camellos más elegantes y majestuosos al rey. Barisaí se preciaba de tener los más pura sangre y para su sorpresa ninguno parecía agradar al ya impaciente rey, el cual rechazaba uno tras otro diciendo “este no es”. Terminado el desfile, Aminadab le preguntó “¿no tendrás algún otro escondido?” A lo que Barisaí respondió “me queda el más joven, apenas hace un mes que ha terminado de desarrollarse, pero tiene un defecto, es más pequeño de lo habitual, no creo que a su majestad le interese, pero de todos modos se lo haré ver”.

Cuando Baltasar vio el camello supo en su corazón que era el que habría de elegir e hizo ademán de pagarlo, pero el comerciante se lo regaló por vergüenza profesional al no tener éste las condiciones a sus ojos indispensables para un camello real.

Y así comenzó la marcha hacia el portal de Belén, con los tres reyes y sus pajes siguiendo una corazonada que apenas habían vislumbrado oteando las estrellas. La comitiva era bien singular, pues los Reyes Magos además de extranjeros y astrónomos hablaban todas las lenguas cultas del lugar. Los camellos, contagiados por la pomposidad de la comitiva caminaban altivos y orgullosos; no en vano eran camellos de las mejores ganaderías del Oriente. Todos menos el camello tarado de Baltasar, que se sentía acomplejado por su falta de altura y caminaba el último convencido de no poder igualar el trote veloz de sus compañeros.

Pasaron los días y la estrella pareció perderse en el horizonte, y los magos desconcertados escrutaban los cielos en busca de la misma. Quedaba ya poco para el nacimiento del niño rey, y no podían permitirse perderse si querían llegar a tiempo de agasajar al niño.

Durante horas escudriñaron en vano. Buscaban la estrella en lo alto del cielo, desde la altura de sus camellos, y esperaban que estuviera ahí arriba por lo que los camellos se estiraban cuanto podían para hacer que sus amos vieran más arriba. Era tal su confianza en que encontrarían la estrella que ni comían ni bajaban la guardia un minuto para que los magos pudieran seguir mirando al cielo.

El camello tarado de Baltasar estaba agotado, no tenía fuerzas para ponerse de puntillas, y entendió por fin que no tenía nada que demostrar a los demás. Rendido agachó el cuello para masticar un poco de paja, por lo que Baltasar tuvo que dejar de mirar el cielo y al bajar la vista reparó por fin en que la estrella se había posado sobre un punto no muy lejano en el horizonte.

Nuestro camello se llenó de alegría porque su propia luz no le había impedido ver la luz de la estrella.

A partir de ahí todo se precipitó, pues raudos llegaron al pueblo que indicaba la estrella. Los camellos adelantados de Melchor y Gaspar, acostumbrados a palacios y lugares importantes, buscaron por todos los lugares ostentosos de Belén. Rebuscaron en el palacio cercano, en la casa señorial, en las casas de huéspedes. Y nadie daba con el niño, ni parecía saber dónde estaba.

Una vez más los reyes habían perdido la estrella y no entendían dónde podía estar aquel rey que había nacido, pues no acertaban a entender el tipo de rey que les aguardaba.

El paje Aminadab, que se encargaba de alimentar al camello de su señor Baltasar, quiso detenerse un momento para abrevar a la bestia, y fue entonces cuando para sorpresa de todos el camello que era tarado por ser pequeño y que nunca caminaba altivo cual montadura de rey, se puso terco como una mula y no quería beber del agua de los palacios, las casas señoriales y los lugares importantes por donde pasaban. Algo le decía que buscara un abrevadero normal, más apto a su condición de camello ordinario que a la de camello real.

Ni corto ni perezoso, con Baltasar a los lomos, tomó el camello el camino de los cerros aledaños a la ciudad donde los pastores tenían sus establos y todos le siguieron ante la emoción de Baltasar quien empezó a ver una luz sobre un pequeño establo excavado en una gruta en las afueras de la ciudad.

Era el lugar donde el Niño Rey había nacido y a su puerta se veían unos pastores asombrados mirando al quicio del portal como si alguien les hablara para indicarles dónde adorar y entregar sus presentes.

Descabalgados y a pie los reyes se acercaron al establo, y tuvieron que agachar la cerviz para entrar en esa cueva donde dos animales calentaban el ambiente de un pobre pesebre donde un José alborozado y una María gozosa acunaban bajo la luz de un candil al niño más hermoso jamás alumbrado.

Como el calor de un hogar, la luz de la tea junto con la sonrisa radiante del niño, el gozo de los padres y la presencia de Dios hecho hombre irradiaban una paz y un gozo luminosos difíciles de describir… pero la entrada de unos magos de oriente de porte real no pudo ser más extraña.

Por un momento todos se miraron, sin saber qué hacer, ni qué decir. El pudor de una madre que acaba de dar a luz, la preocupación de un padre que tiene que cuidar de los suyos, y la inadecuación de unos reyes que esperaban visitar un palacio corrieron por la mente de todos, como un rayo, en apenas un instante.

Y en medio de esa parálisis, sin que nadie se percatara, el camello de Baltasar que era bien pequeñito acertó a meter el cuello por la angosta puerta de la gruta para furtivamente buscar una brizna de paja, encontrándose con el piecito del niño rey al cual propinó un generoso lametazo para sorpresa de los padres y vergüenza de los magos. Se hizo un silencio aún más embarazoso…el niño empezó a sonreír, y rompió a reír a carcajadas dibujando calurosas sonrisas en los rostros de todos esos adultos que no sabían cómo actuar.

En el silencio de una gruta de Belén se escuchaba la risa cristalina de un niño y los reyes se postraron de rodillas acordándose de sus hijos y sus nietos, dejaron caer sus coronas y se enternecieron adorando a un infante que reía porque un camello le había lamido el pie.

María y José gozaban y ruborizados recibían los presentes de oro, incienso y mirra, que un día tendrían significado, y fuera, en la puerta de un establo, un camello pequeñito y desechado había descubierto a unos Reyes que la Natividad sólo se entiende cuando miramos hacia abajo para encontrar la estrella que no es la propia, cuando buscamos a Dios en las pequeñas cosas y los lugares no aparentes, y cuando nos podemos agachar en adoración para torpemente alimentarnos y así hacemos sonreír a Dios con nuestra pequeñez, que es la suya…

Años después los padres contarían muchas veces a un Jesús que siempre se gozaba al oírla la historia del camello que era el último, y acabó siendo el primero.

Cuentan sus apóstoles que de mayor siempre hablaba de camellos cuando explicaba que en el Reino de los Cielos, como en Belén con el camello, los últimos y más pequeños, serán para siempre los primeros.



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