Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Espiritualidad dominicana

por Contemplata aliis tradere


El tema espiritual por excelencia es el tema de la salvación eterna. Esta preocupación existía en los mismos apóstoles que acompañaban a Jesús: ¿Son muchos los que se salvan?, le preguntaron en cierta ocasión.

Es una pregunta religiosa pero también metafísica que acucia al ser y a la vida del hombre. En el fondo es el tema del sentido, el cuestionamiento básico que nos atormenta desde pequeños: ¿para qué existo? ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Por qué hay algo más bien que nada? Si hay algún ser humano que no inquiere ni se cuestiona acerca de estos temas vive a nivel de los jumentos como insinúa la Biblia.
 
Lo natural en el hombre es hacerse digno de ser salvado. Esta preocupación no muere por el hecho de no conocer a Dios o declararte ateo. Es más profunda que las declaraciones personales. Si no aparece de una manera, brota de forma imprevisible en otros campos. La razón es que está inscrita en la misma naturaleza. Desde los tiempos más remotos el hombre para salvarse de las fuerzas superiores como el fuego, el viento, el rayo, la catástrofe, quiso tener aplacado al dios y le ofrecía dones y sacrificios. Esa es la esencia de toda religión. En el cristianismo, sin embargo, se invierte la dirección aunque tendemos siempre a ese tipo de religiosidad natural. El hecho de decir: “Ya estamos salvados”, lo aguanta difícilmente nuestra psicología.
 
Hoy está de moda hablar de la gratuidad de la salvación. Para los dominicos la comprensión de esta gratuidad es connatural porque lo llevamos en los genes desde el principio. Para que haya gratuidad es necesario creer en el predominio de la actividad divina. Nada se mueve si no es movido por Dios. La premoción divina no sólo es espiritual sino también física, aunque suceda a través de las causas segundas. Esta es la base filosófica y teológica en la que se educa cualquier dominico o dominica. En el orden espiritual se utiliza otro lenguaje diciendo lo mismo: no somos nosotros los que buscamos a Dios sino que es él, el que toma la iniciativa de la salvación. Con palabras de San Juan: En esto consiste el amor de Dios: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó primero y nos envió a su Hijo (1Jn 4, 10).
 
En la religiosidad natural y en la mentalidad moralista en la que hemos estado encerrados en los últimos siglos no es fácil comprender algo tan sencillo. El común de la gente piensa que el amor de Dios consiste en que yo ame a Dios, en que le rece, le aplaque, le compense por mis malas acciones. Dios no sólo no me busca sino que está ahí para juzgar todos mis actos en el momento de la muerte y tal vez antes. A veces incluso pensamos que una enfermedad o cualquier otra desgracia se deben a que no me comporto bien y Dios me castiga.
 
En el cristianismo, pese a la Palabra de Dios, que nos habla de la iniciativa de Dios con mil imágenes como por ejemplo la del buen pastor que busca la oveja perdida, no acabamos de vivir esta realidad con suficiente libertad. Siempre volvemos a la religiosidad natural del miedo y de la culpabilidad. No nos creemos la gratuidad. Parece que nos encanta ser juzgados y que cada uno responda de sus actos. En el inconsciente colectivo de la humanidad no existe la gratuidad. El hombre jamás ha tenido experiencias de gratuidad, por eso no las ha almacenado ni registrado en la grabadora inconsciente de su historia. Parece que estamos más a gusto en el ojo por ojo y diente por diente.
 
¿Cuál es el origen de esta mentalidad moralista en el cristianismo? Hay que decir que en la Iglesia y, en especial en monasterios y conventos, siempre ha habido un fuerte influjo pelagiano o, al menos, semipelagiano. Pelagio decía que no es necesaria la iniciativa de Dios ni el envío de su gracia para salvarnos porque la naturaleza humana está dotada de suficientes medios y fuerzas para llegar por sí misma a merecer el cielo. Esta afirmación choca demasiado con la esencia del cristianismo y fue duramente contestada por San Agustín. Entonces surgieron los semipelagianos suavizando el tema y diciendo: “La gracia es gratuita, es un don o un regalo, pero hay que merecerla”. También éstos fueron condenados por la Iglesia.
 
La espiritualidad de los dominicos está muy alejada de toda clase de pelagianismo. Éste se para en lo que hay que hacer para salvarse. Los dominicos, en cambio, se centran en Dios y en Jesucristo, no en el hombre ni en sus obras. Si nos fijamos en nosotros mismos tendemos a hacernos dignos, a comportarnos bien y a ser buenos, aborrecemos el pecado y procuramos por encima de todo la pureza personal sea del tipo que sea. Esta tendencia nos hace protagonistas e ignora la salvación gratuita realizada por Dios en la carne de Cristo. Esta manera de pensar no pone la alianza en la sangre de Cristo sino en la nuestra y en la de nuestros esfuerzos y sacrificios. Así se falsifica la eucaristía ya que deja de ser acción de gracias porque no se ofrece a Jesucristo como víctima de propiciación. A lo más ofrecemos nuestra sangre, méritos y sacrificios.
 
No es fácil de entender esto que estoy diciendo. Si miramos al mismo Santo Domingo podemos preguntarnos: ¿Qué sentido tenían sus flagelos y disciplinas? ¿No hay en él restos de pelagianismo y de religiosidad natural? Hay que admitir que en la cultura religiosa de su tiempo había muchos residuos pelagianos. Un libro de meditación, muy usado por Santo Domingo, fue el de Las Colaciones, de Casiano, abiertamente semipelagiano, puesto más tarde en el Índice de libros prohibidos, sobre todo el capítulo XIII. Ciertos abusos en esa línea ya habían sido condenados por la Iglesia pero los documentos habían desaparecido. Aparecieron un par de siglos más tarde. Algo semejante sucedió al mismo Tomás de Aquino en sus primeras obras fue también semipelagiano. No es extraño por lo tanto, que el influjo de la cultura de la época contaminase algo a los primeros dominicos.
 
 
Lo que me parece a mí asombroso es que no prevalecieron en la Orden los contaminantes pelagianos. El Espíritu Santo, contrariamente a la cultura, infundía otra cosa y nos llevaba por otro camino.





Santo Domingo fue un hombre de gratuidad, es decir, de entrega y confianza en el Espíritu Santo. No conozco ningún fundador que se haya preocupado tan poco por la obra que estaba llevando a cabo. Me imagino que en su oración y en su interior lo viviría con intensidad pero, al exterior, si la Orden salió adelante fue porque Otro hizo la labor. En efecto, el último año, después del primer capítulo general, cuando debía haber montado una oficina en Bolonia para controlar y dirigir los primeros pasos de sus frailes y a la vez preparar el segundo capítulo general, se pasó todo el tiempo predicando en la Lombardía. No consta que en el último año hiciera grandes cosas por su Orden recién nacida. Este hecho me hace entender que su confianza en el Espíritu Santo era total y eso es gratuidad. Domingo tenía bien claro aquello de nuestras empresas nos las realizas tú, del salmo. También estaba convencido de que el verdadero fundador de la Orden era el Espíritu Santo.
 
 
Esta gratuidad curtió su corazón hasta la santidad total porque la gratuidad y la fe hacen matrimonio indisoluble. Vivió, como pocos, la iniciativa de Dios en la fundación de su Orden. Esta libertad interior me parece enternecedora. Por eso me inclino a creer que sus disciplinas y flagelos no iban tanto en la línea de la expiación sino en la de la fidelidad. No consta que Jesucristo se disciplinara jamás. Lo de Santo Domingo más que expiación por sus pecados y los de los demás, iba en la línea, según las pautas culturales del tiempo, de una fidelidad y sometimiento de las tendencias de la carne. Sus nueve modos de orar delante de un Cristo sangrando por su costado nos cercioran de su confianza en la sangre gratuita de Cristo no en sus obras y merecimientos.
 
De ahí que no quisiera que el cumplimiento de las constituciones obligara bajo pecado. No, el cumplimiento de las constituciones y todo el ser y comportamiento de un dominico no es obligación sino gracia. Todo lo tenemos que entender como gracia. Lo que ha sido dado para salvación no puede ser carnaza de culpa, condenación y escrúpulo. Por eso la negligencia en un dominico no añade a sus actos una malicia nueva en sí, sino un desaire, una frustración, un malgaste de la gracia y el amor con que ha sido gratuitamente llamado y amado. En un lenguaje tradicional bastante feo, se hablaba de esto distinguiendo los preceptos obligatorios de los simples consejos. Lo obligatorio para ser salvados nos viene dado por el bautismo desarrollándose en una fe, actuada por la esperanza y la caridad, a lo que contribuyen los dones del Espíritu Santo. El nivel de los carismas, como el hecho de ser dominico, implica una gratuidad de sobreabundancia que no obliga bajo pecado. El no cumplirla puede ser una frustración mas no una condenación. De lo contrario pocos frailes se salvarían.
 
Otro de los contaminantes pelagianos que no prosperó en la Orden fue el de la negación de la afectividad. La rigidez legal y antiafectiva, propia de la purificación desencarnada del platonismo y perfeccionismo pelagiano, no caló en la Orden. Desde el principio la comunidad dominicana fue cálida, humana, entrañable, de los unos hacia los otros. En esto el primer ejemplo fue el mismo Domingo. No fue un antisocial buscando perfecciones solitarias. Es más, no excluyó de su cariño a los seglares ni a las mujeres, aun a las más perdidas. En las cercanías de Tolosa tenía dos familias amigas cuyas mujeres, Guillermina y Beceda, testifican que el santo comió en su casa más de doscientas veces. Doscientas veces en cada casa no es por casualidad[1]. También Fray Jordán de Sajonia, segundo maestro general de la Orden, escribió sin tapujos sobre sus grandes amistades, Enrique y Diana.
 
Este talante es el más adecuado para descubrir y encontrarse con la humanidad de Jesucristo, con su cuerpo de carne. A través de ellos nos viene el amor de Dios y por medio de ellos entramos en Dios. Esta humanidad es el puente que une las dos orillas, como nos explica santa Catalina de Siena. Nadie puede pasar a Dios si no es a través de esta carne; nada nos da Dios si no es por medio de ella. Es el Espíritu Santo el que nos hace realizar este viaje de ida y vuelta a través de Cristo. El hecho de que se realice por medio de una carne humana es esencial porque al amarnos entre nosotros descubrimos a Cristo. Por eso el amor a Cristo se aprende amando a los hombres. No estoy hablando de un amor servicio, un amor oblación, un amor benefaciente sino de un amor afectivo. El Espíritu Santo para llevarnos a Dios a través de Cristo tiene que activar en nosotros las mismas hormonas que se activan al querernos en este mundo. La carne de Cristo es humana y mundana, pertenece a nuestra raza.
 
No podemos llegar a Dios sólo a través de un Cristo divino. Uno de los dos lados del puente quedaría en el aire. No tendría sentido la encarnación. Seguiríamos en nuestras miserias y pecados sin rescate posible. Es en la carne limpia de Cristo, que murió y resucitó por nosotros, donde sucedió y sucede la redención. Si no fuere así nuestra sumisión al pecado no tendría solución. Entre los dominicos se valora mucho la humanidad. Está a la base de todas nuestras concepciones. San Pablo, San Agustín y Lutero que son los grandes tratadistas dejan malparada a la humanidad para explicar la gratuidad. Hablan de una criatura nueva, de una nueva creación. La naturaleza humana, según ellos, está tan corrompida por el pecado original que la gracia tiene que recrearla. Santo Tomás, en cambio, dice que la naturaleza humana está afectada por la pérdida de la justicia original por lo que se encuentra desasistida y a merced de sus propias fuerzas muy debilitadas, pero conserva mucho de su bondad y belleza naturales. El languor naturae o debilidad de la naturaleza, se expresa sobre todo en la disminución de la inclinación de sus potencias al bien. Conserva, sin embargo, una cierta inclinación a la virtud y al bien racional. El hombre puede subsistir gracias a su racionalidad que es la que debe moderar ahora, sin justicia original, todos sus actos. Recibió por el pecado original cuatro grandes heridas[2]:

1.     En la razón. Se ha instalado en ella la herida de la ignorancia. Ha dejado de estar sometida a Dios y llega difícilmente a conocer el bien racional. Se ha hecho autónoma al querer ser como Dios y de ahí le ha nacido la rebeldía, la soberbia y el orgullo. Estos males se infiltran también en la convivencia humana y la desarticulan como se ve en Caín y Abel.

2.     En la voluntad. La herida de la voluntad es la malicia. La competencia y el querer más, domina su forma de ser. Ha perdido la perspectiva del fin último y del bien supremo. Le domina la ceguera. Se enreda y se pierde buscando la felicidad en lugares donde no se encuentra. Utiliza la malicia para salvarse donde no hay salvación.

3.     En el apetito. Se trata del appetitus concupiscibilis clásico, es decir, el deseo instintivo. Participa de la voluntad en cuanto es también deseo pero a distinto nivel. Su herida es la concupiscencia que es el instinto no sometido a la razón. Al perder su sometimiento a la razón y a lo racional a veces actúa peor que en los animales por la capacidad de malicia que existe en el hombre.

4.     En el esfuerzo. Es el clásico appetitus irascibilis. Su herida es la debilidad. La capacidad de superación y de progreso se ha tornado imposible. No puede con el pecado y con los instintos. La debilidad congénita neutraliza el deseo del bien que pueda existir. Sin embargo, no elimina una cierta inclinación a lo bueno.
 
Evidentemente, si el hombre está herido de esa manera por el pecado necesita una gran sanación a todo nivel. No está destruido pero necesita ser salvado y redimido. Al perder la gracia original se ha incapacitado para llegar al cielo. Ninguna obra humana tiene pasaporte para la vida eterna. Esta es totalmente gratuita. Es más, ni las mejores obras que pueda realizar un hombre preparan la venida del don gratuito. Esta forma de pensar sería semipelagiana, que fue la que tuvo Santo Tomás en sus dos primeras obras. El don gratuito es gratuito e incondicionado, le pertenece a Dios y se lo regala a quien quiere. El evangelio nos dice que a los que lo piden, a los niños y a los que están dispuestos a nacer de nuevo.
 
No obstante, en el hombre natural hay bondad incluso después del pecado. Fuera de la gracia no todo es pecado, como decía Lutero. Parte de la naturaleza es buena, por ejemplo la racionalidad, la inclinación a la virtud, la compasión y la ternura, las creaciones del pensamiento, los afectos y amores, los instintos, el cuerpo y las virtudes y capacidades naturales. Todo esto sirve para el bien humano y debe ser educado porque está infectado por el pecado. Aun la inocencia del niño más pequeño está infectada y si no se le educa termina en un egoísmo intratable, pese a las teorías pedagógicas de Rousseau y de sus sucesores. Si se deja sola a la naturaleza no tiende automáticamente al bien ni a Dios, aunque sienta su nostalgia. Por eso debe ser ayudada por la gracia, pero también por la educación humana, por la medicina, y toda clase de artes y técnicas. Lo humano no debe ser despreciado. Tienes derecho y obligación de cuidar tu salud, tu cuerpo, tu futuro. En la idolatría de alguno de estos elementos es donde reaparece el pecado.
 
Con esta forma de pensar el dominico aparece como una personalidad racional, amante de la vida, sin extremismos. No se deja llevar fácilmente por emocionalismos y sentimentalismos. El pietismo y la parapsicología no suscitan tampoco su entusiasmo. No es proclive a lo milagroso, portentoso y asombroso. Es poco amigo de las devociones, de la religiosidad popular y de la religión natural. Suele pecar de cierta frialdad doctrinal. Le acecha el peligro del racionalismo e intelectualismo y de las adherencias soberbias que los acompañan. Su humildad la ejercita en la aceptación indiscutida de la premoción y acción previa divina por lo que se siente incómodo en el moralismo y pelagianismo. Cree en lo sobrenatural, pero muy controlado. Sin embargo, suele ser una persona seria en la guarda de los valores seguros, de la doctrina trasmitida, de las grandes lealtades. Le acusan de inquisidor pero vive la historia con coherencia concediendo a cada tiempo lo que entonces se exigía y se deseaba. Le gusta lo razonable, el justo medio, las posturas coherentes mientras que el histerismo le desconcierta y no lo aguanta. Es sensible a la amistad y al cariño, a la vida, a la diversión, al buen humor y a todos los valores comunitarios. No le conmueven los temores milenaristas ni las amenazas escatológicas ni las profecías o intimidaciones acerca del fin del mundo. No cree en los profetas de la calamidad. Ama al mundo tal como es y generalmente piensa que la historia está empezando.
 
El siglo XVI cambió esta panorámica idílica que proporcionaba tanta seguridad. Apareció la llamada “devotio moderna”. Fue una época humanista en la que el hombre reclamaba sus derechos frente a Dios. Desde entonces ya no se centra la tarea religiosa en Dios y en su acción previa sino en el hombre, en especial en su libertad o libre albedrío. La acción previa de Dios cede la primacía a la elección libre del hombre en el tema de su salvación.


Estas escuelas, nacidas en el siglo XVI, defienden un libre albedrío en el hombre no sometido a la acción previa de Dios. La sensibilidad humanista de la época de la que hablamos no podía tolerar fácilmente tal intromisión divina. Por dos razones, la primera es que el hombre quedó muy humillado al descubrirse que la tierra no es el centro del universo y en segundo lugar, porque Lutero acababa de afirmar la salvación gratuita de Dios prácticamente sin intervención del hombre a no ser mediante una simple fe. En esa época, el hombre tenía necesidad de reivindicar su propia valía. Lutero, como un extraterrestre fuera de su época, deshumaniza de tal forma al hombre que llega a pensar que la naturaleza humana fue totalmente destruida por el pecado y no puede ser reparada ni por la gracia. Es necesaria una nueva creación, de ahí que las obras, méritos, expiaciones y sacrificios no valgan para nada. La nueva creación es gratuidad pura para los que creen en Jesucristo, pero en ella el hombre no tiene mérito alguno ya que es pura gratuidad.
 
Muchos teólogos católicos, (sobre todo de las Congregaciones fundadas en esa misma época, siglo XVI), hijos de su tiempo, reaccionaron en contra, tratando de salvar la responsabilidad e iniciativa del hombre ante el hecho de su salvación. Idearon la siguiente teoría: Nos salvamos por gracia, lo cual es incuestionable para pensar en católico. Esta gracia viene sobre el libre albedrío o libertad del hombre, mas no de una manera eficaz sino neutral o indiferenciada. No doblega al libre albedrío sino que le presenta los bienes espirituales como contrarios a los bienes del mundo. Es entonces cuando la libertad del hombre sopesa los pros y los contras y, en virtud de ello, elige una cosa u otra. Si elige los bienes de la gracia seguirá actuando su salvación con la ayuda de esa gracia que le librará de los males y al final le salvará. Si elige el mundo se queda sin gracia y se condena. De esta manera queda salvado el concurso y primacía de la gracia y, por otra parte, la libertad del hombre. Si la gracia no nos presenta los bienes del cielo nunca podríamos elegirlos ya que al ser pecadores nos iríamos siempre tras del mundo.
 
La tesis parece sencilla pero los problemas se agolpan en una serie de consecuencias que hemos sufrido en los últimos siglos. Como la gracia es ineficaz hasta que nos decidamos por ella, nos espera una larga lucha contra el mundo y el pecado. En efecto, para que haya una elección buena, el hombre debe ejercitarse tratando de adquirir toda clase de hábitos y virtudes, empleando su voluntad en todo lo bueno para superar los atractivos del mundo y de la carne. Todo lo que sea sacrificio, abnegación, dominio de sí y superación de lo material y terreno debe de ser cultivado para que los bienes del cielo que nos presenta la gracia no sean despreciados y elijamos los que nos ofrece el mundo. Por eso, si no luchamos contra el mundo, no alcanzaremos el nivel que requiere la gracia para elegirla y vivir en ella.
De esto se sigue que la vida espiritual en la piedad popular se va a reducir, para la mayoría de la gente, a luchar en dos frentes: en primer lugar contra el pecado y no sólo el mortal sino los veniales y toda clase de imperfecciones que nos producen tibieza y estancamiento. Tenemos miles de tratados espirituales que nos hablan de esta lucha contra el pecado. Tenemos también la pastoral popular que ha agravado el pecado hasta límites irracionales: “Si te mueres en la cama esta noche después de haber pecado “mortalmente”, te vas al infierno”. Cualquier persona en su sano juicio no puede achacar a Dios tanta crueldad. No obstante, el miedo, el escrúpulo y la amenaza han estado en el menú espiritual de estos siglos, pesando como una losa sobre muchas conciencias.
 
El otro frente consistirá en una lucha a muerte para ganarse la salvación. El pueblo creerá que la santidad está en las virtudes, en los sacrificios y abnegaciones, los cuales serán nuestras credenciales ante el trono de la gracia. Estas virtudes ya son un signo de que estamos eligiendo la gracia que nos va a salvar. Ahora bien, al ser una gracia que depende de nuestro comportamiento, no tiene nada de gracia, ha perdido la gratuidad. La hemos cosificado vaciándola de gratuidad. La hacemos algo que se puede perder o ganar con facilidad, que unos la tienen y otros no, aunque la puedan recuperar, en fin que estamos traficando con ella. Se cuenta que, en cierta ocasión, cayó un ladrillo del techo junto a un cura que estaba diciendo Misa. Al verlo exclamó: “Hay que ver, hasta para decir Misa hay que estar en gracia”. Sin darnos cuenta estamos cayendo de nuevo en la ley, en el voluntarismo y, por ende, en el moralismo, de lo que se sigue que uno se hace protagonista de su propia salvación. De ahí la terrible lucha incluso contra las imperfecciones para no perderla. El cielo hay que ganarlo. En definitiva mucha gente pensará que la gracia hay que merecerla con lo cual, en la práctica rozamos de nuevo el semipelagianismo.

De esto se sigue que inflamos la justicia de Dios en detrimento de su misericordia, nos inventamos miles de ofensas contra él, sobre todo en la castidad, y le hacemos juez sin clemencia ni compasión alguna. Mucha gente ha padecido un implacable y acerbo miedo a Dios. Parece que todo es pecado. Se sacralizan las normas para que obliguen bajo pecado y graven las conciencias. Todo es moral, examen de conciencia, meditaciones, directores espirituales. Los cuatro últimos siglos, época de vigencia de esta teoría, se han multiplicado los manuales de Teología moral y la casuística hasta el infinito.
 
Hay otra teología, que yo aprendí en los dominicos y después en la Renovación carismática, que se centra en Dios y en Jesucristo. No se centra ni el hombre ni en su libre albedrío, ni en sus acciones, comportamientos o pecados. La ecuación ascesis igual a santidad no es dominicana. Centrarse en Dios quiere decir que se le da la primacía, que todo viene de él, que el hombre no es bueno por amar a Dios sino que, en palabras de Santo Tomás de Aquino, es Dios el que, al amarnos, nos hace buenos. Todo comienza en el Padre que nos da su Espíritu por medio de Jesucristo, un hombre con personalidad divina. El Espíritu Santo nos viene por medio del hombre Jesús que nos redimió en su cuerpo de carne (Col. 1, 22). Como dice San Juan. “El amor no consiste en que nosotros amemos a Dios sino en que él nos amó primero”(1Jn, 4).
 
De acuerdo con esta panorámica bíblica la teología dominicana nos habla de que Dios, como ya hemos dicho, mueve todas las acciones del hombre tanto físicas como sobrenaturales. Él es el primer motor de todo. Hay, por tanto una premoción física y una acción previa en los actos de gracia. La gracia de Dios no se merece sino que previene al hombre sencillo y sin racionalismos. Viene de una manera eficaz, de modo que Dios no te prepara para que tú elijas la conversión sino que te convierte. La conversión y la fe son actos sobrenaturales que suceden en ti por efecto de la gracia. Tú puedes hacerte el sueco o rechazarla pero, si la acoges, obra en ti como sucedió en María cuando pronunció su “fiat” o hágase. Todos los hombres reciben suficiente gracia durante su vida: unos de una manera consciente, otros de otras maneras, si bien es posible que no todos la acojan. Todo el proceso de nuestra salvación es actuado por Dios; en el cielo sólo habitará la gloria de Dios.
 
El acoger o rechazar la gracia discrimina a los hombres. Para acogerla no se necesita una lucha exhaustiva contra tu pecado y tus tendencias. En un momento dado importa poco tu pasado porque Dios te ama tal cual estás y tal como eres. El evangelio nos habla de ser niños como verdadera condición para entrar en el Reino. A esto no se opone cualquier pecado sino el del endurecimiento del corazón porque este cierra la posibilidad de acogida de la gracia. El pecado aquí debe ser evitado porque puede llevarte al endurecimiento. No sólo el pecado sino las tristezas, los recuerdos, las preocupaciones de todo tipo y la idolatría del mundo y sus concupiscencias. La gravedad del pecado no está en sí primariamente sino en el oscurecimiento del amor con que eres amado.
 
El problema es que mucha gente tiene miedo a Dios y a su iniciativa. No se deja hacer y quiere seguir llevando ella el control de su vida. Es importante que el Espíritu Santo nos convenza de que esta gracia de Dios no destruye la naturaleza del hombre sino que te hace más hombre, ni la sustituye de modo que anule tu compromiso. Para esto se necesita mucha oración y sencillez de corazón. La operación acaece de esta manera: Dios al obrar en ti con su gracia crea en ti la libertad para acogerla. La libertad consiste en la capacidad de elegir según tu voluntad y tus deseos, sin ser coaccionado por nadie. Dios al introducir la gracia en ti hace que tú desees lo que la gracia te inyecta, con lo que te hace también libre. Pronto te das cuenta de que lo que Dios obra en ti es lo que deseas en lo más profundo de ti mismo y, de esa manera, te sientes libre bajo la gracia. Jesús dijo: “La verdad os hará libres”. Sólo la verdad nos hace libres; el pecado nos mantiene en la esclavitud. Dios, pues, con la gracia te regala un cambio de mentalidad, te encamina hacia la verdad y te hace un hombre mucho más consciente de lo que eres. Los que no obran bajo la gracia vegetan en una búsqueda de libertad con contenidos estériles sin llegar nunca a alcanzarla.
 
La gracia tampoco anula tus compromisos u obras. Al contrario, te motiva enormemente pero en la línea de la verdad descubierta. Por eso, las obras que harás son obras de salvación, no para salvarte. Proceden ya de la gracia que te está salvando. No necesitas estar toda la vida luchando y esforzándote para llegar a una salvación que ya te ha llegado. Tu vida y tu crecimiento proceden y progresan más por la alabanza y acción de gracias que por cualquier esfuerzo de tu voluntad. Tus obras, las que realizas para ser bueno, son más bien un estorbo.
 
El tema es que para vivir este cristianismo y llegar a la santidad Santo Tomás nos dice que es necesaria la presencia de los dones del Espíritu Santo[3]. Es decir, es necesario vivir a nivel de don. Tradicionalmente se ha pensado que a esto se llega con el perfeccionamiento de las virtudes pero este salto cualitativo le es imposible a la virtud, aun la infundida por el Espíritu Santo. En los grandes movimientos actuales está suficientemente probado por la experiencia que la mística es anterior a la ascética. Tal vez sean cosas de ahora, pero lo son. La visión dominicana cobra su plenitud cuando Dios reparte su don no a los que lo han conquistado a base de ejercicios virtuosos sino mucho más gratuitamente a muchos pobres y tirados que coinciden con los publicanos y prostitutas del evangelio. Estamos viendo cada día cómo Dios renueva su Iglesia con los más pobres y pequeños.
 
El Espíritu Santo quiere que en estos tiempos su gracia sea completamente gratuita para poder seguir derramándola, como dice Jesús en el Evangelio, a los pequeños y sencillos y a los que están dispuestos a nacer de nuevo. El Papa Benedicto no les predicó a los chicos de la JMJ de Madrid virtudes o morales sino un encuentro con Cristo dentro de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. Esta predicación supera en calidad mil leguas a toda la predicación del esfuerzo y preparación humanos.
 
Algunos podrán pensar que esta postura de gratuidad no asume la cruz ni los grandes compromisos. La gracia o el Espíritu Santo, como se dice más ahora, te lleva a Jesús y, en estos tiempos, de una manera especial a la humanidad de Jesús. Por este Jesús nos viene toda la salvación de Dios para el mundo. Esa salvación o esa gracia pasa ahora por todos los que le siguen más de cerca. Es gratuita pero sucede en nuestra carne y en nuestros actos. La fidelidad a este don es la única cruz verdadera. Esta fidelidad va a darse en tu historia, es decir en tu vocación, en tu comunidad, en tu familia, en tus problemas, carencias, enfermedades, debilidades y pecados, en tu vida y en tu muerte. La fidelidad a esta gracia hace posible el gran compromiso con los pobres y la misericordia a todos los niveles.
 
El pecado en esta espiritualidad no es implacable ni condenatorio. Existe, por la debilidad humana, pero la gracia, si eres fiel, hará que no quieras vivir de él y para él y, entonces tendrá poco dominio sobre ti, aunque lo cometas. Se te trasformará en cruz o pobreza ya que no lo deseas. Tu vida, por lo tanto, se verá libre de un peso grande. Y tu imagen de Dios aumentará en bondad hasta el infinito, con lo que te saldrán ganas del alma de alabarlo y bendecirlo. Te aceptarás más a ti mismo, a tus pobrezas e imperfecciones. Se te acabarán los escrúpulos porque sabes que Cristo ha cargado con lo tuyo.
 
Tus cruces, que las habrá, serán cruces pero gloriosas. Ya han sido vencidas por Jesucristo que les ha quitado su aguijón más ácido y torturante. Desaparecerá de ti el agobio de la salvación y estarás mucho más apto para la fiesta y el amor a los demás. La comunidad, cosa que no existía en las anteriores posturas, hará tus delicias; en ella, el mismo Señor te atraerá con lazos humanos, como dice el profeta Oseas (Os 11, 4). Amarás mucho más la vida, el haber nacido y, en la diversión, serás mucho más divertido, menos serio, más consciente de que el mundo entero es tu casa porque Dios te la regala ya que eres hijo.
 
Finalmente, por no alargarme, amarás la religión y no la vivirás como si estuvieras de por vida condenado a estar encerrado en el armario. Serás mucho más valiente para enfrentarte y reírte de las fuerzas del mal y mucho más capaz de dar testimonio ya que lo das desde la seguridad de estar salvado por Cristo. Nadie podrá arrebatarte tu alegría y optimismo. Esta visión del cristianismo no es básicamente conceptual sino vivencial y contra tu experiencia más honda ¿quién te podrá argüir? Aún los días en que te sientas más crucificado notarás la paz honda que te habita.
 
 
 
Resumen
1)    La salvación es obra de Dios. En el cielo sólo existirá su gloria.
2)    Hay que admitir la premoción en todos los actos tanto físicos como espirituales. La acción previa de Dios es condición para que algo se mueva.
3)    La salvación se realiza mediante Jesucristo Dios y hombre a un mismo tiempo.
4)    Dicha salvación se realiza en la humanidad de Jesucristo,
5)    en su cuerpo de carne.
6)    La alianza definitiva por la que Dios nos salva se basa en la sangre de Cristo. Lo realizamos sacramentalmente en la eucaristía.
7)    Dicha salvación es gratuita, no se debe a los méritos ni a preparación alguna por parte del hombre. La experimentan los sencillos de corazón.
8)    El Espíritu Santo que recibimos por medio de Cristo nos hace entender estos misterios y nos eleva al nivel del don que es el de la santidad.
9)    Ninguna virtud humana ni siquiera las dotadas de gracia infusa, pueden acceder al nivel del don. La virtud siempre obrará al modo humano mientras que en los dones la modalidad de sus actos es ya divino.
10)       Dios al infundirnos la gracia nos hace libres porque nos hace desear nuestro bien al que nunca accederíamos sin ella. Sin la acción de Dios nunca seríamos libres.
En esa acción libre bajo la gracia encontramos nuestra más honda verdad y la plenitud de nuestra humanidad. Ahí es donde descubrimos la vocación a la que nos llama el Señor en la vida. De ella brotan nuestras obras y compromisos.


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