Viernes, 19 de abril de 2024

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El leccionario y su valor de signo

por Javier Sánchez Martínez

 
El leccionario es un libro importante dentro de la liturgia, que tiene incluso un sitio propio dentro de la celebración: es el ambón, como si fuera un sagrario para la Palabra.

    El leccionario es la Palabra de Dios puesta por escrito y organizada por la Iglesia para su lectura en la celebración litúrgica. La Iglesia, servidora y depositaria de las Escrituras, abre el Misterio de la Palabra de Dios a sus hijos en cada acción litúrgica.

    Entonces, pues, el leccionario no es un libro cualquiera, como puede ser un Ritual o un libro de cantos o una hoja de moniciones o... sino que es un libro-signo, que, de cara a la asamblea, recuerda que la Palabra de Dios se hace presente en medio de la Iglesia, iluminando, penetrando, fecundando, dando vigor a la Iglesia, y que este hacerse presente en medio de la asamblea la Palabra no es otra cosa sino la presencia del mismo Cristo pues "Cristo está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura es él quien habla" (SC 7).

    Es un libro-signo de la presencia de Cristo hoy en su Palabra dirigida a la Iglesia como Palabra viva. Es signo, así mismo, de que Dios continúa salvando, actuando, revelándose a su Iglesia por la Palabra y que esta Palabra cobra una fuerza especial, nueva y distinta, cuando en la liturgia se lee la Escritura.
 
Los libros que contienen las lecturas de la palabra de Dios, así como los ministros, las actitudes, los lugares y demás cosas, suscitan en los oyentes el recuerdo de la presencia de Dios que habla a su pueblo. Hay que procurar, pues, que también los libros, que son en la acción litúrgica signos y símbolos de las cosas celestiales, sean realmente dignos, decorosos y bellos (OLM 35).
    De tal forma que, acabada la liturgia de la Palabra, el leccionario no se cierra nunca, sino que se deja abierto sobre el ambón, con respeto, recordando a la asamblea la Palabra proclamada y la presencia eficaz de Cristo.

    Como se muestra en las Escrituras, Dios presenta su Palabra como un libro y este libro merece especial respeto y veneración, hay que devorarlo, asimilarlo íntima y vitalmente, como Ezequiel obedeció al Señor:
        “Y me dijo el Señor: -Hijo de hombre, come este libro y ve luego a hablar al pueblo de Israel. Yo abrí la boca, y él me hizo comer el libro, diciéndome: -Hijo de hombre, alimenta tu vientre y llena tus entrañas con este libro que yo te doy.Yo lo comí y me supo dulce como la miel. Entonces me dijo: -Hijo de hombre, ve al pueblo de Israel y comunícales mis palabras” (Ez 3,1-5).
    El mismo libro sellado que sólo puede abrir el Cordero degollado del libro del Apocalipsis:
        “Y en la mano derecha del que estaba sentado en el trono vi un libro escrito por dentro y por fuera y sellado con siete sellos. Y vi también un ángel pleno de vigor que clamaba con voz potente: -¿Quién es digno de abrir el libro y romper sus sellos? Los ancianos y los cuatro vivientes cantaban un cántico nuevo que decía: Eres digno de recibir el libro y romper sus sellos, porque has sido degollado y con tu sangre has adquirido para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación” (Ap 5, 1-2.9).

    Este libro resulta ser la Palabra viva de Dios, y el leccionario, para nosotros, tiene la importancia de ese libro del Apocalipsis, donde Cristo mismo, en la acción litúrgica, desvela sus contenidos y rompe sus sellos parcialmente, hasta que un día, al final de los tiempos, conoceremos íntegramente su significado, porque veremos a Dios cara a cara (cf. 1Cor 13,13).

    Para la Iglesia, la Palabra de Dios merece tanto respeto como el Cuerpo Sacramental del Señor que, si bien son dos presencias distintas, no por ello se contraponen en el culto y adoración que les es debido. Tanto el leccionario (y mejor aún, el Evangeliario) como la Eucaristía se llevan en procesión, con luces e incienso, tienen lugares propios (ambón y altar/sagrario), etc... Esto responde a un principio antiguo de la Tradición de la Iglesia recogido por el Vaticano II, importante de tener en cuenta:
        “La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la liturgia” (DV 21).
Más aún:
 
La Iglesia honra con una misma veneración, aunque no con el mismo culto, la palabra de Dios y el misterio eucarístico, y quiere y sanciona que siempre y en todas partes se imite este proceder, ya que movida por el ejemplo de su Fundador, nunca ha dejado de celebrar el misterio pascual de Cristo, reuniéndose para leer lo que se refiere a él en toda la Escritura y ejerciendo la obra de salvación por medio del memorial del Señor y de los sacraemntos (OLM 10).
 Recordemos, pues:
Los fieles, al escuchar la palabra de Dios, comprendan que las maravillas que les son anunciadas tienen su punto culminante en el misterio pascual cuyo memorial es celebrado sacramentalmente en la misa. De este modo, escuchando la palabra de Dios, alimentados por ella, los fieles son introducidos en la acción de gracias a una participación fructuosa de los misterios de la salvación. Así la Iglesia se nutre del pan de vida tanto en la mesa de la palabra de Dios como en la del Cuerpo de Cristo (Eucharisticum Mysterium, n. 10).
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