¿Qué sentido tiene discutir sobre la carrocería, los accesorios y los colores cuando se acaba de fundir el motor? El Informe sobre la fe de Vittorio Messori parte de una metáfora automobilística. «Dentro de la Iglesia», explica, «se discute desde hace años sobre la mayor o menor fidelidad al Concilio, fijándose en el contenedor, es decir, en cómo se estructura la institución eclesiástica con más o menos colegialidad, más o menos latín, más o menos moral tradicional o compromiso político; lástima que, mientras tanto, la búsqueda del Absoluto y el sentido de Dios se hayan enfriado hasta casi apagarse».

Con el estilo de siempre, el del cronista riguroso y alérgico a las exclamaciones, Messori ha entregado a la imprenta su vigésimotercer libro, Bernadette non ci ha ingannati (Bernadette no nos ha engañado), en las librerías italianas desde hace poco más de un mes. (En español se publicará D.M. en octubre por la editorial LibrosLibres).

«Es la enésima etapa de un recorrido iniciado en julio-agosto de 1964, cuando se me concedió descubrir el Evangelio. Éste, como los demás libros, demuestra que ser cristiano no significa ser cretino. Creer, de hecho, no exime de hacerse preguntas. Acepta incluso hasta la duda. El creer auténtico ofrece, en el mejor de los casos, respuestas que no niegan la razón. Más aún, como diría Blaise Pascal, el gran autor francés del siglo XVII, usada correctamente, llevada al límite, la razón nos obliga a un paso: dar el salto, abrirse al misterio».

- No es, o al menos no sólo, un libro sobre María. Es un libro sobre la fe en el Evangelio. En Lourdes se ha dado un gran don: el de poner a disposición un punto de apoyo providencial, un asa sólida.

- Un apoyo al que aferrarse cuando la fe está en crisis. María no es una opción, no es algo de viejos. María lleva al Hijo. Allí donde la Virgen haya sido olvidada o se hayan burlado de ella, Jesús se va.

- Porque en esta delicada situación histórica muchas de nuestras iglesias están casi desiertas, mientras que delante de aquella gruta desfilan, rezan, lloran y se convierten entre cinco y seis millones de peregrinos al año. ¿Son acaso todos víctimas de un terrible engaño?
- Que lo que ha sucedido en Lourdes es verdad. Entre el 11 de febrero y el 16 de julio de 1858, la Virgen María se ha aparecido dieciocho veces a una niña de 1.40 de estatura asmática, analfabeta, que no había estudiado el catecismo ni hecho la Primera Comunión, cuyo padre había terminado en la cárcel y cuya madre tenía fama de borrachina. Bernadette Soubirous era hija del pueblo normal, no de la presuntuosa burgesía o de la noble aristocracia francesa.

-  Es verdad. Nuestra fe se basa en las apariciones del Resucitado a los apóstoles, contadas por los grandes cronistas que son los evangelistas. Las apariciones son una ayuda, un don gratuito. Somos libres de aceptarlo o no hacerlo. María hace su trabajo de madre.

En la cruz, Jesús fue explícito: «Hijo, he ahí a tu madre; madre, he ahí a tu hijo». Nos ha confiado a ella, y ella no nos abandona. No es casualidad que las apariciones aprobadas por la Iglesia tengan lugar siempre en momentos históricos precisos en los que están en riesgo la fe y la Iglesia. Lourdes, en 1858, asiste a la difusión de las teorías de Charles Darwin, de Karl Marx, de Renan. Fátima, en 1917, precede (y anuncia) la Revolución de Octubre, es decir, el advenimiento del comunismo.

Banneux, en 1933, es coetáneo al ascenso al poder de Adolf Hitler. Más cercano a nosotros, en Kibeho, Ruanda, la Virgen se ha aparecido entre 1981 y 1989, en la víspera de las matanzas de 1994. Existe una especie de calendario mariano que acompaña a la historia y conduce a Cristo. Comenzamos de nuevo con el problema de los problemas. El mundo ha perdido la fe o, cuando la tiene, es débil o escasa.
- Proponer el Evangelio, con convicción y al mismo tiempo con calma y rigor. Sin desanimarse si el mundo lo rechaza sin conocerlo. Es tiempo de volver a presentar las razones para creer. Por tanto, sostengo que es el momento de redescubrir la apologética. 
- El ateísmo es, a su vez, una religión. En el Turín de mis maestros univesitarios, en la Facultad de Ciencias Políticas, ser ateo no era considerado elegante. Era mejor ser agnóstico. Mejor considerar las preguntas sobre Jesús, la resurrección y la vida eterna como preguntas pueriles, de la edad del acné. La filosofía ya ha asegurado que no hay respuestas, me decían los gurús laicistas, encerrados en el cerco de su racionalismo.

Ignoramus et ignorabimus: no conocemos y no conoceremos jamás. He entrado en la Iglesia en el momento en el que comenzaba la gran fuga. En cincuenta años se han ido la mitad de las monjas y un tercio de los sacerdotes.

- Tengo la fama de muchas cosas que no son verdad. De la época anterior al Concilio Vaticano II no tengo experiencia: no iba a la Iglesia. Sé que la Iglesia podía ser también sofocante y moralista. Para nada soy un tradicionalista. El Concilio ha sido un hecho providencial, que ha innovado con justicia las formas del anuncio, buscando palabras nuevas para decir verdades antiguas, en plena continuidad con la doctrina precedente.

- De las cuatro constituciones conciliares, la Gaudium et Spes es la que, entre la teología y la sociología, debe más a la segunda. Y al espíritu de los años Sesenta, de Kennedy y Kruschov, de la descolonización, del boom económico, de las primeras misiones espaciales. Yendo hacia adelante, la historia ha tomado otro rumbo, mientras la Iglesia es y debe permanecer como la de siempre, «madre y maestra». Con cuidado para tender siempre puentes, pero al mismo tiempo prudente para alzar muros que protejan el depositum fidei, el corazón de nuestra fe.

Acabamos de celebrar la Navidad. Celebramos el nacimiento del Salvador, que acontece en un determinado periodo histórico, en un lugar preciso de la tierra. No nos paramos para celebrar una especie de festival genérico de la bondad, machacando eslóganes sobre la solidaridad, que a menudo suenan vacíos e hipócritas como tantos anuncios publicitarios. ¿Conseguiremos decir con claridad que estamos en fiesta por el nacimiento del mismísimo Hijo de Dios, o nos plegamos una vez más a lo «políticamente correcto», temerosos de ofender a alguien?