Confieso que me costó entender lo de la dictadura del relativismo cuando hizo referencia a ella el gran Papa Benedicto XVI. De entrada me parecía algo incluso contradictorio. El relativismo contiene en sí mismo grandes deficiencias que afectan al núcleo del ser humano, pero al considerar que no existe la verdad no me daba la impresión de que uno de sus defectos fuera el de ser dictatorial. Parece más bien lo contrario, que permite mayor libertad a cada uno al no imponer ningún criterio y considerar que ninguna verdad es inamovible. Parte de que cada uno tiene “su” verdad y, además, puede cambiarla según momento, circunstancia o conveniencia. Tal supuesta ausencia de dogmatismo llega al punto de que el relativismo incluso es entendido por muchos como base de las democracias: cada uno piensa, actúa y opina como quiere, sin interferencias. La propia actitud relativista sería el sustrato del consenso en la sociedad, quedando el respeto a los demás como la única exigencia limitadora.

Ha tenido que ser la práctica cotidiana con las contradicciones y los golpes recibidos la que me ha llevado a entender que tal dictadura no solo es real, sino también creciente. Porque los relativistas, teóricamente, cuestionan todas las verdades. Menos una, la del propio relativismo. Este no se puede relativizar ni cuestionar y a partir de ahí fuerzan a todos a asumir posiciones “relativas” en aspectos que afectan al núcleo del ser humano. Y para imponerlo hacen uso incluso de las instituciones que teóricamente son de todos los ciudadanos.

Entrando en ejemplos concretos. El relativista no acepta que alguien pueda oponerse al aborto. Como mucho, que en su fuero interno uno tenga tal criterio, pero se le prohibirá o silenciará si pretende defender tal posición públicamente. Se va aún más allá, y puede ser sancionado simplemente si uno reza cerca de una clínica abortista. Hace pocos días, en un telediario de TVE se emitía una larga información sobre tres personas que rezaban cerca de una clínica abortista, y se presentaba tal acción como algo inaceptable, que debía ser impedido por considerarlo coactivo. No hablaban con nadie, simplemente estaban allí. En otros lugares incluso se ha detenido a personas que “se supone” que rezan aunque externamente nada se note.

La ley del aborto recientemente aprobada en España ampliando la anterior ni siquiera deja a la mujer un período de unos días de reflexión antes de abortar, y se impide que pueda escuchar el latido del corazón del feto. Imposición absoluta.

De otro lado, al haber convertido el aborto en un derecho conlleva enormes dificultades para poder ejercer la objeción de conciencia.

Ante las leyes de ideología de género se va viendo un día sí y otro también que es perseguido y sancionado quien afirma que los seres humanos somos hombres o mujeres, que no hay una pluralidad de sexos con todas las variantes imaginables, o que nadie nace en un cuerpo equivocado. Si los relativistas fueran consecuentes con sus propios planteamientos teóricos, permitirían al menos que otros se expresaran libremente. Pero no, y ahí están, por ejemplo, profesores apartados de la docencia, sancionados, por decir que el sexo de los humanos es masculino o femenino.

Tampoco tenemos en las familias padre y madre, sino unos supuestamente asépticos “progenitores”. O incluso ni esto siquiera. O “progenitor gestante” y otras estupideces para no citar las cosas por su nombre.

Otro aspecto: la patria potestad de los padres está en peligro y no se les reconoce como los primeros educadores de sus hijos, porque se desea asumir, controlar y dirigir desde el Estado. Éste está eliminando las funciones de los progenitores, sobre todo del padre.

También recortes de las libertades en la enseñanza. En primer lugar, la asfixia económica de los centros no estatales, pero, además, la imposición no solo de unos contenidos educativos en determinados temas, sino la ideología de género a tope en las aulas, poniendo en jaque incluso el ideario de muchos centros. Algunos contenidos, son verdaderamente aberrantes. De nuevo, marginación absoluta del disidente.

Otro aspecto, la política de cancelación por parte de las instituciones públicas y de los medios de comunicación. No dar “ni agua” al que piensa de otra forma. Un acontecimiento reiterado mil veces: entidades que no comulgan con los postulados dominantes o con lo políticamente correcto organizan actividades incluso de gran relieve, pero son silenciadas una y otra vez. “No existen” tales discrepantes. Ni que decir que no se subvenciona a estas organizaciones, mientras las del sistema políticamente correcto son financiadas.

No está de más hacer referencia a la neolengua, el cambio de los conceptos.

Podría continuar. Merece la pena observar que una gran parte de las leyes e iniciativas políticas de los últimos años están dirigidas al campo sexual. ¿Quién podía imaginarlo hace solo dos décadas? Hay personas que han hecho del sexo su religión y obsesión. Ocupan altos cargos políticos y por todo ello la interferencia del Estado o de sus instituciones sobre las personas es cada vez mayor, incluido en campos que era impensable que lo hiciera. Tienen, además, el apoyo de determinados potentados económicos. En estos campos no hay diferencias entre los relativistas de derechas y de izquierdas.

El Estado y sus acólitos controlan no solo el actuar, sino los pensamientos y emociones de los ciudadanos. El “gran hermano” de Orwell no es exclusivo de determinadas dictaduras de actuación brutal y abiertamente identificable, sino que está presente en grado aún mayor en otras en las que la hostilidad es más sofisticada y donde se somete a ostracismo al disidente.

Hace doscientos años, Alexis de Tocqueville ya pronosticó con enorme lucidez que en las sociedades democráticas sería cada vez mayor la interferencia del Estado sobre los ciudadanos. Diversos autores hablan hoy de “totalitarismo blando”. En relación a él Hanna Arendt escribió que tal totalitarismo derriba todo cuanto se le opone, incluidas las tradiciones e instituciones. Todo ello ha abocado a una sociedad que vive en la mentira, con la tragedia añadida de que la mayor parte de la gente lo asume acríticamente.