En la céntrica plaza de Callao, se ha montado un árbol de Navidad, también simbólico, con una pista de patinaje sobre hielo, a imitación del gran abeto, con pista de patinaje incluida, que todos los años, por estas fechas, se instala en la plazoleta presidida por una estatua de Prometeo frente al Rockefeller Center de Nueva York, monumento masónico donde los haya, con su correspondiente proclama buenista y de fraternidad universal, suscrito por el patriarca de la saga multimillonaria y promotor del rascacielos que lleva su nombre.
 
El árbol de Navidad ha entrado ya en nuestras costumbres, como un elemento más, junto al Nacimiento, de la decoración familiar y aún más allá de las fiestas navideñas. Hasta la plaza de San Pedro de Roma, levanta su propio árbol navideño, por lo común de grandes dimensiones. Como suele explicarse con frecuencia, todas las grandes celebraciones cristianas, y en particular las católicas, tienen que tener, necesariamente, un origen pagano, que los primitivos cristianos, o no tan primitivos, se limitaron a bautizar y apropiarse de la solemnidad. O sea, que nada es original en nuestras tradiciones. Así pues, el culto al árbol era una ceremonia que en «el norte de Europa», sin más aclaraciones, se dedicaba por esta época al dios Frey, deidad del Sol y la fertilidad, pero al llegar los primeros cristianos se apoderaron de ella y la convirtieron en símbolo del nacimiento de Cristo. Datos más concretos que también se incluyen en Wikipedia, de donde proceden los anteriores, indican que la costumbre del referido árbol empezó en Alemania en 1606, y desde allí se propagó, lentamente, al resto del orbe cristiano. Esta segunda versión parece más verosímil, aunque no sabemos por qué razón se escogió una conífera para simbolizar la Navidad.
 
Como no podía ser menos, también la Navidad en sí tenía que ser de origen pagano, según escribió un ilustre jesuita, ya fallecido, en la revista «Vida Nueva» cuando yo la dirigía. Era la celebración del equinoccio de invierno o de san Juan de invierno (el apóstol y evangelista), según los masones, y el equinoccio de verano, convertido en san Juan Bautista, o san Juan de verano, donde los del mandil llevaban a cabo la renovación de cargos. Pero llega este alcalde de Madrid, de devociones tan laicistas, que ya ni abeto propiamente dicho, ni angelitos, ni estrellitas con estela, ni campanitas, ni leyendas ni nada que guarde la menor significación cristiana, no sea cosa que hieran la sensibilidad de gentes que se supone que son amigos suyos y de los extremosos del bando colorado. Muy bien, señor Gallardón, aunque no creo que sean esos quienes le votan, sino otros que no terminan de caerse del guindo.