A medida que se prolonga la plaga del coronavirus, se suceden conductas que los sociólogos tratan de explicar con categorías completamente erróneas. Nos advertía Chesterton que, cuando despojamos cualquier realidad de su dimensión sobrenatural, no lograremos nunca entenderla; pues las realidades despojadas de su dimensión sobrenatural no se convierten en naturales, sino en ‘antinaturales’. Así ocurre cuando se tratan de explicar los estados de ánimo colectivos, cada vez más propensos a la indiferencia o el hastío, mientras el coronavirus sigue arrebatando vidas. Tras la congoja de los primeros meses (la absurdamente llamada ‘primera ola’), se sucedió una mezcla de ansiedad y alivio (durante la absurdamente llamada ‘segunda ola’) que ahora (en la llamada absurdamente ‘tercera ola’) se tiñe de apatía e indiferencia que a muchos los empuja a flojear en su vigilancia, a relajar las medidas de precaución, incluso a rebelarse contra las restricciones.

Los sociólogos constatan que las noticias referidas al coronavirus interesan cada vez menos, que los consejos médicos son cada vez menos atendidos y que la gente se vuelve insensible a las cifras de la diaria hecatombe. La sociología explica esta creciente indiferencia o hastío como un efecto de la ‘saturación informativa’, que provoca un creciente desinterés, agravado por la naturaleza cambiante, confusa y hasta contradictoria de las medidas restrictivas. Pero lo cierto es que esa misma ‘saturación informativa’ es un fenómeno que, lejos de difuminar el interés de las masas, lo acrecienta, no importa cuán cambiantes, confusas y aun contradictorias resulten sus circunstancias: así ocurre, por ejemplo, con las noticias referidas a las competiciones y fichajes futboleros (un galimatías que sus exegetas comentan sin desmayo, para deleite de las hordas futbolizadas) o con las noticias referidas al batiburrillo sentimental de los famosetes (un légamo venéreo en el que las masas cretinizadas chapotean encantadísimas). La ‘saturación informativa’ sólo actúa disuasoriamente cuando aquello que leemos o escuchamos no queremos que exista.

También los comportamientos ‘negacionistas’ o subversivos que han aflorado durante los últimos meses son explicados por la sociología como una consecuencia ‘natural’ de lo que llaman ‘fatiga pandémica’. Al juicio erróneo de los sociólogos, la indiferencia creciente habría convertido los ‘comportamientos solidarios’ de la ‘primera ola’ en ‘comportamientos egoístas’ de la más diversa naturaleza. Pero lo cierto es que nunca existió ningún comportamiento en verdad solidario durante la absurdamente llamada ‘primera oleada’ de la plaga, sino tan sólo postureos emotivistas que se plasmaron en gestos tan vacuos e hipocritones como el aplausito en los balcones, mientras los viejos morían (exactamente igual que hoy) abandonados como perros en los morideros llamados residencias, sin que nadie les hiciese ni puto caso. Tales gestos vacuos e hipocritones tenían exactamente la misma etiología egoísta que los berrinches y pataletas de los manifestantes de hogaño, o que la impaciencia de esos alguacilillos que se cuelan para que les pongan la vacuna, prevaliéndose de su mando en plaza. Y todas estas actitudes aparentemente diversas (unas más falsorras, otras más descarnadas), pero íntimamente idénticas, son consecuencia natural del miedo a la muerte.

El miedo a la muerte es connatural al ser humano. Pero, en los pueblos en donde florece la fe, ese miedo es vencido, o siquiera mantenido a raya, por consuelos sobrenaturales que permiten arrostrarlo con entereza; y la conciencia común de la muerte genera conductas verdaderamente solidarias con el vulnerable, con el enfermo, con el moribundo y con el muerto (al que no se deja morir como a un perro sarnoso). En cambio, en los pueblos donde la fe ha perecido o se ha marchitado, el miedo a la muerte se exacerba, propiciando actitudes pánicas y angustiadas, que al principio se disfrazan de un emotivismo aspaventero, para luego volverse desesperadamente indolentes (recordemos el célebre poema Esperando a los bárbaros de Kavafis). El hastío que hoy nos corrompe no es sino la estación terminal de la desesperación pagana. A veces esta desesperación se expresa rabiosamente (los pueblos que no salen en procesión rogativa salen tarde o temprano a quemar contenedores), como la cucaracha que patalea en su agonía; y a veces se expresa medrosamente, como el gusano que se encoge hecho un ovillo. Y todo por rehuir la muerte, que para el hombre descreído es siempre una condena; y que para el hombre con fe es, sobre todo, una promesa.

Publicado en XL Semanal.

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