Durante la etapa de cuaresma surgen muchos artículos, mensajes en las redes sociales o conversaciones acerca del tema del ayuno. ¿Sigue siendo un “requisito” no comer carne los viernes de cuaresma? ¿Hay que ayunar o hacer algo diferente? También llegan mensajes supuestamente emitidos por el Papa, que luego son desmentidos, donde nos dice que no hay que hacer ayuno de carne o comidas, sino de malas acciones, de malos tratos, etc. Y que en lugar de eso hacer actos de amor al prójimo, sonreír, ayudar, estar más atentos a las necesidades de los otros, etc., etc., etc.

¿Será que nos cuesta tanto abstenernos de nuestras necesidades primarias que intentamos buscar una alternativa diferente al ayuno?

“En los sagrados libros el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos” (Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 21). ¿Qué es lo que nos revela Dios en su Palabra acerca del ayuno?

A lo largo de toda la Sagrada Escritura, el ayuno aparece como un medio para conectar nuestro cuerpo con el espíritu. En momentos de duelo, de arrepentimiento o de súplica, el ayuno surge como una herramienta para expresar este estado interior.

El cuerpo y el alma constituyen una unidad. No hay una dualidad del ser humano en donde el cuerpo va por un lado y el espíritu por otro. La separación de ambos es una concepción de origen griego que nada tiene que ver con la creencia judeo-cristiana sobre el ser humano. Sin embargo, muchas veces vivimos como si fuesen dos entidades desconectadas una de la otra, que viven luchando por sus propios intereses: el cuerpo quiere la satisfacción inmediata de sus necesidades y placeres mientras que el alma o espíritu aspira a lo trascendente y debe liberarse de su prisión corporal para poder lograr su objetivo.

Por eso, a lo largo de toda la Sagrada Escritura el ayuno aparece como un puente que conecta nuestro cuerpo con el espíritu, para situarlos en una misma sintonía. Y también, como una forma de expresar exterior y materialmente nuestra disposición interior.

En momentos de duelo, de arrepentimiento, de súplica por alguna intención en particular, el ayuno aparece como una herramienta para manifestar este estado del alma. Los profetas le piden a su pueblo ayunar en este sentido. Moisés ayunó por 40 días dos veces. Esther ayunó para interceder por su pueblo. Los apóstoles ayunaron antes de tomar decisiones importantes.

Y el más importante de todos, nuestro Maestro, nuestro Guía, quien descendió para enseñarnos a vivir, a actuar, a rezar, a pedir, a confiar: Jesús ayunó por 40 días. Y también es Él quien claramente nos enseña y da criterios para esta práctica: “Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 16-18).

Jesús no dice “si ayunan”, sino que dice “cuando ayunen”. Es decir, que asume que esta es una práctica real y necesaria. Es a Él a quien debemos escuchar e imitar.

En el judaísmo un claro ejemplo de esto es el día del Perdón (en la Biblia, día de expiación). Una vez al año, luego de iniciar el nuevo año (en el calendario hebreo), se conmemora este día donde se hace un ayuno estricto por 26 horas (sin comida ni agua, ni trabajo, ni relaciones sexuales, ni uso de maquillaje ni nada de cuero).

Del mismo modo que cuando vamos a una fiesta nos arreglamos externamente para conectarnos con una festividad, como una forma de señalar que estamos viviendo un momento diferente, una ocasión especial, también hacemos lo mismo con los momentos de recogimiento.

El ayuno, como vimos, es una expresión exterior de nuestro estado interior. Entonces, ayunar en la etapa de cuaresma, en una etapa de introspección, de reflexión y arrepentimiento, entraría en contradicción si tenemos conductas tales como el mal trato a los demás, el egoísmo, la codicia, la gula, entre otros.

No es el ayuno al que debemos dejar de lado, sino que es éste quien nos ayuda a dominar nuestra voluntad, a nuestro cuerpo. Y si podemos hacerlo con una necesidad tan básica y fundamental como lo es el alimento, podremos lograrlo también con otras conductas. Es una forma tangible de mostrarnos a nosotros mismos que tenemos autodominio y que somos responsables de nuestras acciones.

En la etapa de cuaresma se nos pide ayuno, oración y limosna. Esto conecta todo nuestro ser, material y espiritual. Enlaza todos nuestros sentidos con el mismo fin: salir de nosotros mismos y centrar nuestra mirada en Dios y en los demás.

Esto es precisamente el ideal de la cuaresma: que las personas vuelvan a Dios con todo su corazón. No sólo a nivel externo, con ayuno, sino interiormente, “con todo su corazón, y con toda su alma, y con toda su fuerza” (Dt 6, 5). Y esta conexión con el amor tan inmenso de Dios nos llevará de forma natural, como consecuencia y respuesta a algo tan hermoso, a ser mejores seres humanos y más generosos con los demás.

Y así también podremos no solo comprender intelectualmente, sino experimentar, que “no solo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Dt 8, 3; Mt 4, 3; Lc 4, 4).

Publicado en el blog de la autora, Judía y Católica.