Este pasado domingo Rafael Gil (19131986) se convirtió en protagonista de Lágrimas en la lluvia. El espacio de cine y debate que dirige Juan Manuel de Prada en Intereconomía TV emitió La duda (1972), interpretada por Fernando Rey y Analía Gadé y dirigida por quien algunos consideran como el mejor director de cine español de todos los tiempos.

Es el séptimo film de Gil que programa Prada, mostrando una clara preferencia. Hay muchas razones cinematográficas para esa preferencia y para el homenaje del este domingo (entre otras, que el próximo 22 de mayo es el centenario de su nacimiento), pero entre ellas están que Rafael Gil dirigió todo un ciclo de sobresalientes películas religiosas de éxito nacional e internacional, sobre las que preguntamos al crítico Fernando Alonso Barahona, uno de los grandes especialistas en la vida y filmografía del maestro en cuanto autor de tres libros sobre él: Rafael Gil. Director de cine (1998), Rafael Gil. Escritor de cine (2004) y Rafael Gil y Cifesa (19401947). El cine que marcó una época (2007). 

En la tertulia que presentan Prada y María Cárcaba, Barahona acompañará al crítico Carlos Pumares, al director Juan Pinzás y a Rafael Gil, hijo del cineasta.


La etapa de cine religioso de Rafael Gil se corresponde con los años de su asociación con Vicente Escrivá en la productora Aspa Films. Previamente encontramos un título de similar temática: La fe (1948), una adaptación de Armando Palacio Valdés con Rafael Durán en el personaje de un sacerdote que ha de resistir el asalto sentimental de una mujer de mundo (Amparo Rivelles).

Pero ¿con cuál arrancó el ciclo propiamente dicho?
Con La señora de Fátima (1951), sobre las apariciones de la Virgen María en la pequeña localidad portuguesa. Continúa con títulos importantes como La guerra de Dios (1953), en la que un sacerdote que ha de ejercer su misión en un pueblo minero lleno de odios y conflicto social. Hay que destacar también El beso de Judas (1954), con Rafael Rivelles, donde la Pasión de Cristo es vista desde el prisma de Judas Iscariote, una autentica superproducción. Luego Sor Intrépida (1952), los avatares de una monja misionera en África. Y, finalmente, El canto del gallo (1956), con Francisco Rabal y Gerard Tichy: un sacerdote prisionero de una dictadura comunista que ha proscrito la fe y el mismo nombre de Dios.


Años despues, en 1977, Gil firmó La boda del señor cura, adaptación de la novela de Fernando Vizcaíno Casas sobre la caída moral y vital de un sacerdote en la confusa década de los setenta del siglo pasado.


Rafael Gil era un hombre católico practicante que en varias ocasiones hizo profesión explícita de su fe, añadiendo que se sentía especialmente orgulloso de sus películas religiosas en Aspa Films. Y todo ello en años posteriores, en los que cierto sector de la crítica le reprochó el tono de aquellas películas que, junto a la religiosidad, aportaban una visión fuertemente anticomunista, sobre todo La señora de Fátima y El canto del gallo.


La Señora de Fátima alcanzó un éxito espectacular no sólo en España, sino en numerosos países hispanoamericanos y europeos, Italia y Portugal en primer término. Su repercusión fue tal que el Papa Pio XII concedió una audiencia privada a Rafael Gil. En ella, el Sumo Pontífice felicitó al cineasta y le dijo que con esa película había hecho más por la fe que muchos teólogos y sacerdotes desde los púlpitos. La guerra de Dios obtuvo también un relevante resultado comercial, amén del Primer Premio del Festival de San Sebastián en su primera edición.


El beso de Judas se convirtió en un título habitual de las programaciones de Semana Santa años antes de que llegaran a las pantallas películas míticas como Los Diez Mandamientos de Cecil B. De Mille y Ben Hur (1959) de William Wyler.


En absoluto se puede afirmar que el cine religioso sea peculiar o exclusivo del franquismo. El cine de Hollywood, sin ir más lejos, fue generoso en su producción, e incluso la historia del milagro de Fátima fue objeto de una interesante película: El milagro de Nuestra Señora de Fátima (1952), dirigida por John Brahm. Pero hasta llegar a Los Diez Mandamientos de De Mille en 1956 ("el mayor intento por plasmar la Palabra de Dios en la pantalla", en certera frase del padre C.M. Staehlin), podemos citar Siguiendo mi camino (1944) y Las campanas de Santa María (1945) de Leo McCarey, Las llaves del reino (1944) de John M. Stahl o la impresionante El fugitivo (1947) de John Ford –adaptación de Graham Greene-, todas ellas obras de primera línea.


En el cine europeo Roberto Rossellini llevó al cine Las florecillas de San Francisco (Francisco, juglar de Dios, 1950) y el francés Léo Joannon puso en pie la compleja El renegado (1954), sobre un sacerdote en una situación límite, y Robert Bresson la adaptación de Georges Bernanos: Diario de un cura rural (1951). Y todo ello sin contar la serie de Don Camilo o las películas de inspiración biblica o épica como La túnica sagrada (1953) de Henry Koster y Quo Vadis (1951) de Mervyn LeRoy.


Dos en primer término. La Señora de Fatima, por la emoción de sus imágenes. Sobre todo, el desenlace con el milagro de la última aparición, o ese plano inolvidable de José Nieto contemplando a su hija que acaba de recobrar la vista. Vistas una y cien veces, continúan impresionando como la primera vez y arrancan lágrimas en los ojos.


La guerra de Dios: es un film duro y sorprendente para la época. El papel del sacerdote protagonista fue para Claude Laydu, el mismo que hiciera un personaje semejante en el film de Bresson que decía antes. La historia cuenta con todas sus aristas el conflicto social en la mina, el egoísmo de algunos patronos y la solidaridad como nexo de unión entre las gentes y sus problemas. Sin duda son dos films sobresalientes, no sólo por su soberbia factura técnica –que demuestra el alto nivel que podía alcanzar la industria española–, sino por su contenido y su puesta en escena.


Sin duda, La Señora de Fátima. Tambien La guerra de Dios gozó de relevancia, pero fue en circuitos más reducidos. En cambio la primera se convirtió en todo un éxito popular que pocos años después sería refrendado –y superado– por Marcelino Pan y Vino (1954) de Ladislao Vajda, otra película también de contenido religioso que llegó a ser, seguramente, el film español más popular en el mundo, dando la vuelta a los cinco continentes.


El buen cine no está nunca pasado de moda, aunque como es lógico cada obra ha de contemplarse y juzgarse no sólo desde el presente sino desde las coordenadas de su tiempo.
Todas las películas del ciclo mantienen su interés, porque se trata de obras bien realizadas. El beso de Judas, con influencias de De Mille y del Julien Duvivier de Gólgota (1953), sorprende por su gran calidad de producción, hasta el punto de que hoy sería casi imposible su remake por motivos de coste. Y los temas de La Señora de Fátima y La guerra de Dios son eternos: la fe, la esperanza, la caridad, la solidaridad, el amor...


Incluso la vertiente política de las dos citadas o la muy explícita de El canto del gallo (una obra con claras influencias de El fugitivo de Ford y su novela original, El poder y la gloria, de Graham Greene) han recobrado actualidad con la caída del muro de Berlín. Hay que recordar que el cine anticomunista fue tambien casi un subgénero en el Hollywood de los años cincuenta: Traición (Edgar G. Ulmer, 1948), Casada con un comunista (Robert Stevenson, 1949), Mi hijo John (Leo McCarey, 1952), Invasores de Marte (William Cameron Menzies, 1953), Fugitivos del terror rojo (Elia Kazan, 1953), Decisión a medianoche (Nunnally Johnson, 1954), Corredor hacia China (Samuel Fuller, 1957)... 


Rafael Gil rodó una obra muy interesante: Murió hace quince años (1954), en la que Francisco Rabal daba vida a un agente comunista infiltrado en España con la misión de asesinar a un alto cargo español (Rafael Rivelles). Y el dilema moral aparece cuando se descubre que esa persona es su propio padre.


La capacidad evangelizadora del mundo de la cultura puede llegar a ser muy variopinta y compleja. Pero desde luego la fortaleza interior del sacerdote de La guerra de Dios o la mirada pura de Inés Orsini en La Señora de Fátima continúan –como dijera Pio XII– haciendo más por la evangelización que muchos discursos.


Rafael Gil es el director del cine literario por excelencia en la cinematografía europea. Su obra abarca casi toda la historia de la literatura española de varios siglos. El ciclo religioso no se basa en novelas previas (como sí lo hicieron, por ejemplo, Ford o Bresson), pero Gil es fiel a su estilo fílmico: imágenes cuidadas, guión literario profundo, diálogos medidos. Y junto a ello, una escenografía eficaz y unos medios técnicos de primer orden (fotografía, música, montaje).


Emoción y veracidad, personajes humanos. El Judas mismo es un ser de carne y hueso, con dudas y tormentos, que pudo elegir la santidad pero no tuvo el valor de aceptar la corona de espinas. En eso reside el valor de las películas, en su autenticidad. Por eso siguen atrayendo a cualquier espectador sensible y preocupado. 


Hay una operación curiosa y muy interesante con esta película. Y es contemplarla como una degeneración del personaje protagonista, el cura que encarna Pepe Sancho, comparándolo con lo que le pasaría al cura de La guerra de Dios décadas después si abandonara su fe. Claude Laydu en La guerra de Dios es devoto, esforzado, valiente y comprometido. Laydu se enfrenta a crisis graves, a la incomprensión de sus superiores, a la vista directa de la injusticia... pero se refugia en su fe y le salvan el amor a la Iglesia y la gracia de los sacramentos. No pierde el camino. 


El personaje de Pepe Sancho comienza a vacilar. Primero son dudas razonables de una rebeldía en principio positiva, pero luego va abandonando los dogmas, los pone en cuestión... y termina aceptando formar parte de células comunistas y en el colmo del caos contrae matrimonio civil con una stripper. Es la escena más amarga de la película, el triste y desolador desenlace de una caída.


La boda del señor cura relata la decadencia de una parte de la Compañía de Jesús y el auge de la Teología de la Liberación, y alcanza su instante más doloroso cuando unos curas jóvenes piden perdón a antiguos alumnos del colegio por haber inculcado de forma excesiva la devoción a la Virgen María. Todo ello ante la mirada atónita de un viejo jesuita retirado, el magistral José Bódalo. Al escuchar esta enormidad, uno de los hombres que estudiaron en aquel colegio (Juan Luis Galiardo) no puede aguantar más y estalla.


Proclama que él en realidad es descreído y no ha vivido de acuerdo a las enseñanzas que recibió, pero que tal vez una de las pocas cosas hermosas que le quedan es el recuerdo de aquella devoción mariana. ¿Cómo pueden ahora echarla por tierra los mismos que la proclamaron?


La boda del señor cura es una comedia, pero a la vez una película amarga, sarcástica y con instantes demoledores, aunque en última instancia la necesidad de esa fe recia y limpia (la de los títulos de los años cincuenta) permanezca incólume. Ésa era la fe personal, además, del Rafael Gil persona y director de cine.