“A otro le dijo: ‘Sígueme’. Él respondió: ‘Déjame primero ir a enterrar a mi padre’. Le contestó: ‘Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios” (Lc 9, 59-60).

 

La actitud de Cristo ante la familia o ante los otros grandes valores humanos que reclaman un puesto importante en el corazón del hombre, no es fácil de entender, ni de explicar. De hecho, mientras unos caen en un extremo -el de cortar con todo y no querer a nadie como si a Dios le dieran celos los amores humanos-, otros caen en el extremo contrario y anteponen esos legítimos amores al amor a Dios, que pasa así a ocupar un lugar secundario.

Dios tiene derecho a reinar en nuestro corazón. Exige el primer puesto. Merece ser amado más que a nadie: familia, patria, trabajo, salud. Pero no quiere ser el único. Hay que conciliar todos los amores legítimos, lo cual sólo será posible si Dios es el primero. La primacía de Dios en nuestro corazón pone el resto de los amores o de los intereses en su puesto justo. Cuando esto no sucede, todo se descoloca y se desordena: se ama exageradamente al trabajo, o se idolatra el cuerpo, o se adora la diversión o incluso se ama tanto a la familia que se está dispuesto a cometer cualquier delito para favorecerla.

Dios es el primero y, como tal, nos estará diciendo en cada momento en qué nos estamos extraviando. A veces oiremos su voz que nos dice que hemos olvidado la familia, mientras que en otras ocasiones nos llamará la atención por no haber atendido lo suficiente a nuestro trabajo, a nuestros amigos, a la patria o al bien colectivo. Además, con frecuencia, cuando a Dios se le relega en función de otras cosas, con la excusa de que éstas son más importantes porque son buenas, lo que termina por pasar es que a esas cosas también se les termina relegando por otras que no son tan buenas.