Uno más de los monarcas Tudor, hasta seis en total, (tres reyes y tres reinas), pero la menos querida y la más vituperada de toda la dinastía, siendo así que ni muchísimo menos fue la peor, y más bien fue, si acaso, la mejor... Y desde luego, la que más difícil lo tuvo y la que peor lo pasó: María I, más conocida como “Bloody Mary”, “María la Sanguinaria”.

            Un apelativo, por cierto, el de "Bloody Mary" que, por poco conocido que sea, no le "otorgaron" precisamente sus contemporáneos, sino alguien muy posterior y, evidentemente, no muy afecto a su persona: el escritor protestante inglés del s. XIX Charles Dickens, que lo hace en su obra “A Child's History of England” (1853), “Una historia de Inglaterra para niños”. El nombre será atribuido después, por extensión, a un delicioso cóctel más dulce y afrutado que sanguinario, y a un juego infantil según el cual, si se repite tres veces a oscuras ante un espejo la frase “Bloody Mary”, al encender la luz aparece en el espejo el rostro de una “Bloody Mary” que, según dicta la leyenda,  había matado a todos sus hijos.

             Por si ello fuera poco, un maravilloso retrato de perfectas hechuras y habilidosa mano, la de Anthony Moor, conocido en español como Antonio Moro, que cuelga de las paredes del Prado, nos presenta una mujer adusta, severa y fea, siendo así que María Tudor no fue siempre fea y sí una agraciada jovencita, según demuestran otros retratos anteriores como el que le hiciera el llamado Maestro Juan en 1544 a sus 28 años. Tenía a quién salir, pues su madre, Catalina, gastaba fama en Inglaterra de ser muy bella, y así lo dejará por escrito nada menos que todo un Santo Tomás Moro. 

             No es difícil, sin embargo, rastrear el porqué del poco afecto de sus compatriotas a la reina María, hasta el punto de que uno de ellos se permitiera faltarle el respeto en el modo en que lo hizo con el infame apelativo que no se atribuye a casi ningún rey de la historia, ni aún a los que más sangre han hecho correr o más sufrimiento han producido... Cosas de la propaganda, un arte que, como es sobradamente conocido y tan bien demuestra Elvira Roca Barea en su libro “Imperiofobia y leyenda negra”, adquiere carta de naturaleza simultáneamente a la Reforma Protestante. Y la razón de tanta inquina no es otra que la pro-españolidad de la reina María.

             Para empezar, María es hija de la gran reina de Inglaterra Catalina de Aragón, española por los cuatro costados, hija de los Reyes Católicos, que, como se sabe, termina sus días repudiada por su marido, el pervertido de Enrique VIII, auténtico asesino en serie, un rey que, contrariamente a lo que hacían los de su época, no se contentaba con hacer pasar por su real lecho a cuanta fémina se le encartaba, sino que las hacía pasar también por los altares y luego por el patíbulo, una "diversión como otra cualquiera”, por decir algo, aunque gracias a Dios, al alcance de muy pocos.

             Cuando Catalina de Aragón, por mor de los devaneos amorosos de su pervertido marido, cae en desgracia y éste la repudia, María es encerrada por negarse a reconocer, como pretendía encima el Uxoricida, que el matrimonio de sus padres era ilegítimo y que su propio padre era la cabeza de la Iglesia inglesa. Por muchas veces que lo pedirá, no le será jamás permitido ni siquiera visitar a su enferma madre, la cual morirá sin volver a ver de nuevo a la que era su única y amadísima hija.

             Maltratada por su padre, María lo será también por su medio hermano una vez rey, Eduardo VI, el hijo del Uxoricida y de su tercera esposa, Jane Seymour, cuyo último acto antes de morir de tuberculosis a los 16 años de edad será intentar desposeerla del derecho que, a pesar de todo, todavía le cabía al trono inglés, para lo cual, en un documento de dudosa legalidad el chaval nombra sucesora a una prima, otra pobre desgraciada, más si cabe que María, la joven Jane Grey, a la que “el regalito del primo” le terminará costando la cabeza a los dieciséis años de edad por desafiar a la legítima reina, María, habiéndolo entendido así, además, la inmensa mayoría del pueblo inglés.

             Por si todo esto fuera poco, María, que habla un perfecto español en el que se entendía con su madre, casa con el también español Felipe, nuestro gran Felipe II, del que caerá perdidamente enamorada, aunque él, mucho más joven, no la va a corresponder con igual celo.

             Ansiosa de proporcionar a Inglaterra un heredero que no sólo prolongara la dinastía, sino que garantizara la catolicidad del reino cuando ella faltara, hasta dos veces incurrirá la pobre en la convicción de estar embarazada, una convicción tan firme que sólo se desvelará falsa cuando supuestamente llevado a término a los nueve meses, la realidad demostraba que tal embarazo nunca había sido tal y que el vientre de María estaba vacío, con la consiguiente decepción de la embarazada, y el no menos consiguiente embarazo, ahora sí real (real por perteneciente a la realidad, real por perteneciente a la realeza), que tal situación le habría de producir ante la corte y ante su propio pueblo.

             María no cederá jamás en su fe católica, a la que no renunciará ni aún en los peores momentos que su profesión le implica, y en su breve reinado de cinco años, devolverá Inglaterra a la obediencia romana en lo que termina de ganarle la antipatía no tanto de sus contemporáneos ingleses, -la mayoría de los cuales veía con agrado el retorno a la fe tradicional que profesaban desde su definitiva evangelización en el s. VI por mor de los desvelos del gran San Agustín de Canterbury-, sino, sobre todo, de las generaciones que vendrán después, tan familiarizadas con la fe anglicana como adoctrinadas en el odio a Roma y por ende al catolicismo, lo que hará posible que sea un escritor tres siglos posterior a María el que la "adorne" con el apelativo por el que la pobre reina católica de Inglaterra será conocida en todos los libros de historia, como si siempre hubiera sido llamada así, y sin que nadie se pregunte qué es aquello que hizo y hace de ella una reina más sanguinaria que su pervertido padre uxoricida, que su medio hermano que la precede en el trono, o que su medio hermana que la sucederá en él, salvo el hecho de ser la única católica de todos ellos.

             Hija de Catalina de Aragón, esposa de Felipe II, perfecta hispanohablante, católica ferviente, aliada y amiga de esa España que el protestantismo inglés percibe -porque lo es- como el gran adalid del catolicismo… Demasiado para las entendederas de una nación, la inglesa, la británica, adoctrinada desde muchos siglos en el odio a Roma, al catolicismo y a España…

             Una protuberancia, pues, la pobre María, en este caso inglesa, de la terrible Leyenda Negra que se cierne sobre España, y a la que tan afectos son, por cierto, tantos españoles que en su incultura e incompetencia, pretenden prestarse con ella un tinte barato de modernidad y sabiduría que su supina ignorancia les niega inexorablemente…

             Y con esta noticia me despido por hoy, deseándoles como siempre que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.

 

  

            ©L.A.

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