Ahora gusta mucho hablar de "hermenéutica de la continuidad" para justificar los cambios recientemente introducidos en la teología y en la liturgia y hacer que los aceptemos sin crítica. Bastaría para ello afirmar el hecho de la unidad entre las afirmaciones previas al Concilio Vaticano Segundo y a la Reforma Litúrgica y las posteriores sin tener que esforzarse en demostrarlo; es más, silenciando aquellas pruebas rotundas de lo contrario o la propia evidencia de los textos.

Para poner de manifiesto lo falso de esta táctica basta acudir a lo que se decía apenas hace unos años y, para esto, me resulta especialmente aleccionadora la sutil modificación llevada a cabo en el texto de la oración de poscomunión que se repite en varias ocasiones durante el Adviento, entre ellas, este Segundo Domingo. Como bien explicaba J. Llopis en “Misa Dominical”, publicación adalid del progresismo litúrgico:

Observe el lector que no se pone el acento en la continuidad sino en cómo la nueva Liturgia responde a un cambio de mentalidad, a una conversión. El despicere de la Liturgia romana anterior a la reforma se inscribe en la larga tradición teológica y ascética del desprecio del mundo (contemptus mundi). Ya San Agustín describió la historia del género humano como el desarrollo de dos ciudades que tienen por centro a Dios o al hombre: «Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial». El “desprecio del mundo” para dar lugar al amor de las cosas celestiales es poner cada cosa en su sitio y darles el valor que tienen desde una perspectiva evangélica: «Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y madre, y a la mujer y a los hijos, y a los hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26), términos duros que no se reducen a “amar menos” como a veces se dice para suavizar la frase pero sin que por ello se recomiende una actitud despiadada u ofensiva.

Resulta sintomático cómo el cristiano “desprecio del mundo” nunca fue obstáculo para que la religión católica produjera en este mismo mundo frutos que superan con mucho a los que se alcanzan hoy día. Manzoni enumeraba  ellos desde las costumbres civiles a la conservación de la cultura en tiempos de la barbarie, de las inspiraciones de la belleza al consuelo de la esperanza. Pero advirtiendo que, si bien se alaba merecidamente al Cristianismo por todos esos efectos (ciertamente suyos), sería un grave error identificarlo con ellos (pues son mundanos y pueden nacer de otras causas), mientras se deja de lado lo que es más importante: su esencia, operación, y fin sobrenaturales.

 El sopesar de la Liturgia reformada es un término ambiguo, de significado difícil de precisar en un contexto teológico-litúrgico («Examinar con atención el pro y el contra de un asunto», leemos en el Diccionario de la R.A.E.) y, sobre todo, sirve para justificar reducciones temporalistas del género de la propuesta por Llopis en el texto citado: «Procuremos sopesar y apreciar las cosas de este mundo sin dejar de ver sus limitaciones. Y, sobre todo, procuremos vivir ya ahora, en este mundo y en esta historia, todas las realidades que Dios nos ha prometido en su Hijo Jesucristo». Con esta mentalidad postconciliar, la Iglesia se niega a aceptar el rechazo que ella misma provoca y va diluyendo sus trazos peculiares al tiempo que todas las causas del mundo se convierten en causas de la Iglesia. El “sopesar” nos sitúa en el horizonte de una religión a la que se le perdona que lo sea —en la medida que se desdibuja como tal— a cambio de unos determinados servicios, mucho más “civilizadores” que “santificadores”. El olvido de la referencia sobrenatural y escatológica propia de la vida cristiana lleva a poner el horizonte de las acciones en lo puramente intramundano y la religión se convierte en el servicio al hombre más que en el servicio a Dios (o bien en el servicio al hombre identificado con el servicio a Dios).

Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito, pero el caso a que nos estamos refiriendo es muy significativo de cómo bajo el deslizamiento de una sola palabra se esconde una deriva teológica de impredecibles consecuencias. Así que cuando escuche al sacerdote de su parroquia proclamar aquello de “sopesar los bienes de la tierra” no caiga en la trampa y ponga en práctica lo que durante siglos ha enseñado la Iglesia: el menosprecio del mundo y de la vida terrena, que no son otra cosa que un valle de lágrimas y de dolor, para llegar así al amor de los bienes celestiales que esperamos alcanzar.

ADDENDA: Los de Musica Litúrgica interpretan la oración citada haciendo desaparecer incluso


Y en la oficiosa Ecclesia Digital: