Sí, queridos amigos, así es, porque la muerte es ante todo desigual, inicua en la primera acepción del término, es decir no igual, no igualitaria, que no en la segunda, aquélla que la asimila a la injusticia (ya hablamos del tema, le invito a conocer lo que decíamos pinchando aquí).
 
            Y así, para unos llega tarde y para otros llega pronto, para unos terceros terriblemente pronto; para unos es dulce, y con otros se ceba y se comporta con crueldad rayana en el sadismo; a unos les avisa con muchos tiempo, a otros se les presenta repentina y misteriosa, descortésmente imprevista e imprevisible; para unos representa la culminación de una vida y a otros se la trunca dejándolo todo inacabado, a medio hacer; para unos es violenta y para otros tranquila y sosegada; para unos es natural, producto de lo que la propia naturaleza da de sí, para otros es precipitada, provocada; para casi todos es indeseada y temida, para otros puede llegar a ser esperada y casi deseada; en unos provoca a su alrededor una insoportable tristeza y un indescriptible vacío, otros se van sin que nadie derrame una lágrima, cuando no dejando una difícilmente descriptible sensación de alivio y desahogo. Así de inicua, así de desigual es la muerte.
 
            Y al mismo tiempo tan justa e igualitaria, el único hecho junto con el nacimiento que nos iguala a todos como seres humanos. Porque lo único que efectivamente es cierto y no deja lugar a duda ni opinión, es que un día todos, absolutamente todos, hombres y mujeres, pobres y ricos, grandes y chicos, sabios e ignorantes, patricios y plebeyos, buenos y malos, cristianos y paganos, herejes y fundamentalistas, médicos y pacientes, felices e infelices, herejes y santos, blancos y negros, altos y bajos, ciegos y videntes, gordos y flacos, famosos y olvidados, montescos y capuletos... todos vamos a morir.
 
 
            ©L.A.
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