Monseñor Juan Antonio del Val Gallo nació en 1916 en la localidad burgalesa de Barrio Panizares-Tozo. Cursó los Estudios Eclesiásticos en el Seminario Universidad Pontificia de Comillas y se licenció en Filosofía y en Teología por la Universidad Pontificia de Comillas. Fue ordenado sacerdote en 1944. Recibió la ordenación episcopal en 1969 como obispo auxiliar de Sevilla. En 1971 fue nombrado obispo de Santander, diócesis en la que permaneció hasta 1991. Con motivo de la beatificación, el 29 de abril de 1990, de los Santos Augusto Andrés y Aniceto Adolfo, Hermanos de la Salle de Turón, nos envió este artículo para el libro “No tengáis miedo…” Testigos ante el Tercer Milenio (Zamora 1996) que antes había predicado en la fiesta de los mártires. Falleció el 13 de noviembre de 2002.
 
“¡Gózate, Santander, pues tienes tan grandes Patronos!”. Esta frase es un himno muy antiguo y se refería a nuestros santos patronos Emeterio y Celedonio. Pero, desde ahora, agreguemos a nuestros Patronos dos nuevos intercesores: los mártires Augusto Andrés y Aniceto Adolfo, nacidos en nuestra Cantabria. Los dos Hermanos de las Escuelas Cristianas de la Salle.
Jesucristo fue terminante al hablar a sus discípulos: “Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros. Pero todo esto lo harán por causa de mi nombre” (Jn 15, 18-21). Y san Pedro afirma: “Que ninguno de vosotros tenga que sufrir ni por criminal, ni por ladrón, ni por malhechor, ni por entrometido, pero si es por cristiano, que no se avergüence, que glorifique a Dios por llevar este nombre” (1Pe 4, 1219).
Los procesos de beatificación abiertos por la Iglesia para conocer la condena a muerte y ejecución del Hno. Augusto Andrés, en el siglo Román Martínez Fernández, de 24 años, nacido en la calle Cisneros de esta ciudad de Santander y el Hno. Aniceto Adolfo, en el siglo Manuel Seco Gutiérrez, de 22 años, nacido en el pueblo de Celada Marlante, en Campoo -cerca de Reinosa- dejaron bien probado que los dos habían muerto por Jesucristo y su causa, los dos habían cerrado su existencia asumiendo al pie de la letra el Evangelio: “Todo esto lo haréis por causa de mi nombre”. Este martirio acontecía dentro de los sucesos llamados históricamente “La Revolución de Asturias” -octubre de 1934-. Los Hermanos fueron detenidos en el colegio “Nuestra Señora de Covadonga” de Turón, cuando comenzaba la Eucaristía. Interrumpida ésta fueron llevados por las calles del citado pueblo: era, se ha dicho, como una procesión de ofrendas. Y la ofrenda esta vez era su propia vida cristiana y religiosa entregada al servicio de la escuela católica de iniciativa social. La Casa del Pueblo se convirtió en su cárcel: allí oraron, se confesaron, se animaron mutuamente, en medio de episodios muy duros. María, la Virgen, Madre y Reina de los mártires fue invocada repetidamente en el rezo del rosario: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: plegarias muy verdaderas aquellos religiosos allí detenidos.
Esos momentos definitivos, decisivos de la vida, se viven hasta lo más profundo. Y ese mismo perdón recibido de Dios en el sacramento de la Penitencia sería dado por los mártires en el cementerio.
“¿Saben ustedes adónde van?”, les preguntó el jefe de aquellos que les conducían a la muerte. Y el Hno. Augusto Andrés con valentía plena les dijo: “Vamos a donde ustedes quieran. Estamos dispuestos a todo”. Momentos más tarde fueron fusilados en el cementerio. Era el 9 de octubre de 1934.


En 2009, el obispo de Santander, Mons. Vicente Jiménez, bendijo una imagen de San Augusto Andrés que quedó instalada en uno de los altares de la iglesia de San Francisco de Asís de Santander, donde el joven lasaliano había recibido su bautismo, así como la primera Comunión y la Confirmación. La imagen fue tallada por la escultora, Diana García Roy, una artista madrileña que tiene ejecutadas varias obras, en Roma.
 
A juzgar por sus muertes los Beatos Mártires fueron antes hombres de Dios al servicio de los hermanos desde la Iglesia. La beatificación de los mártires de nuestra contienda civil, en los años 30, ofrece las siguientes consideraciones:
En la actual situación que tiene España de un Estado de Derecho con una sociedad libre y pluralista, todos los grupos sociales, políticos, culturales han tenido y tienen la libertad de ensalzar a sus “mártires” y figuras representativas. ¿Por qué no se permitirá a la Iglesia hacer otro tanto con sus mártires?
Se dice que murieron muchos inocentes, víctimas de situaciones sociales injustas. Es cierto. Pero la Iglesia no pone en los altares a los que mueren inocentes o víctimas de situaciones sociales injustas -que serían incontables- sino a los que mueren por su fe en Cristo y perdonando.
Hemos visto como perdonaron los Mártires. Nos hemos fijado en dos de ellos por ser de nuestra tierra.
¿Por qué murieron por Cristo? Los testimonios acumulados en el proceso canónico de la beatificación son muchos. Uno de quienes fusilaron a los mártires dijo: “Como profesores les podíamos haber perdonado, pues eran magníficos. Pero como enseñantes de la Religión cristiana, eso no podía perdonarse”.
Un autor que exalta el testimonio de los Mártires de aquella década histórica dice: “No me mueve ningún sentimiento de crítica ni de descalificación de nada ni de nadie. Ha llegado ya la hora de la normalización en la sociedad española. Y también en nuestra Iglesia. Normalización quiere decir que es ya posible y conveniente reaccionar ante los acontecimientos de aquellos años con entera claridad y libertad, llamando a las cosas por su nombre, reconociendo las crueldades y los heroísmos de aquellas horas, terribles y sublimes. Sin olvidar a nadie, sin ocultar nada, sin culpar ni a personas ni a instituciones actuales. Ya somos otros. Otra es la sociedad entera. Pero todos queremos y necesitamos sentirnos herederos de nuestros antepasados. La sociedad española no puede vivir huyendo de sí misma, ignorando su propia historia, caricaturizando su propio pasado. Porque cuando no hay memoria reinan los sueños y los fantasmas.
Somos nosotros, la Iglesia de España, los católicos españoles -también la familia Lasaliana-, quienes necesitamos asimilar en nuestra memoria eclesial, en nuestro talante personal, en nuestros estilos pastorales, la fuerza, la autenticidad, la hondura, la radicalidad, la grandeza de estos Hermanos que nos precedieron en la profesión de la fe. Nuestro cristianismo no será históricamente normal ni equilibradamente verdadero mientras no nos sintamos serena y cálidamente herederos de estos testigos del Evangelio de Jesucristo y de otros tan admirables como ellos” (del prólogo de Monseñor Fernando Sebastián escrito para la obre de Manuel CAMPOS VILLEGAS, “Esta es nuestra sangre”, 1990).
Todo cristianos por serlo -en la medida que es consecuente- es un candidato potencial al martirio. Un pensador no creyente) dice: “Lo que nos incita a morir nos excita a vivir. Ambos resultados, en apariencia contradictorios, son, en verdad, los dos haces de un mismo espíritu. Sólo nos empuja irresistiblemente a la vida lo que por dentro inunda nuestra cuenca interior. Renunciar a ello sería para nosotros mayor muerte que con ello fenecer. Por esta razón, yo no he podido sentir nunca hacia los Mártires admiración, sino envidia. Es más fácil, lleno de fe, morir que, exento de ella, arrastrarse por la vida” (Ortega y Gasset en su obra “El espectador”).
Ha habido momentos históricos en que le fe era triunfal: estaba bien visto ser cristiano. Ha habido momentos históricos en que ser cristiano consecuente y claro ha sido martirial. Lo acabamos de ver. Hay momentos históricos en que la fe para algunos se vuelven vergonzante: da vergüenza aparecer como cristianos en ciertos ambientes o ante ciertas personas. Sin embargo, en el momento histórico en que vivimos la fe ha der ser confesante, queremos decir, testimoniante: con obras, sin alarde, pero sin silencio, humildes, pero fuertes. Humilde y fuertes a la vez.


Santos Mártires de Turón y Jaime Hilario”, realizada por el pintor Manuel García-Martín (Barcelona 1924) que ya realizó otros trabajos “martiriales”: las vidrieras de la cripta de los HH. Mártires, en Sant Martí de Sesgueioles o la pintura del beato Jaime Hilarlo, con ocasión de la Beatificación (1990).