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Día 1. San José, virgen. Con un celibato no elegido. Tenía su proyecto de formar una familia con la mujer más espléndida que existe en el universo. Pero Dios le llama a cambiar absolutamente sus planes personales para ponerse al servicio del acontecimiento más grande y decisivo de la historia: la redención. Y José no se lo piensa. Le cuesta, claro. ¿A quién le gusta tener que permanecer virgen? Pero José sabe que Dios es lo primero, más importante que sus planes, más importante que sus aspiraciones personales. Y sabe que la felicidad no está en el sexo, sino en la entrega. Y lo acepta. No sin dificultades. Seguro que le costaría muchísimo. Pero ahí está la virtud, no en algo que te sale solo, sino en algo que tienes que luchar, pero para lo cual Dios te capacita. Así san José abrazó la virginidad, porque sabía que su sexualidad no era un fin en sí mismo, sino un medio para la entrega. Y se entregó al cien por cien a Dios, a María, a Jesús, a la familia, al trabajo. José, virgen y casto. ¡Cómo nos enseña a ir mucho más allá de nuestros "derechos" y a buscar, sobre todo el Reino de Dios, sabiendo que TODO lo demás se nos da por añadidura! Ah, y no olvidemos algo. Nadie se muere de virginidad. En nuestro mundo se nos dice que el sexo es una "necesidad fisiológica". No lo es. Es algo precioso, querido por Dios, esencial al matrimonio y necesario para la procreación. Pero algo a lo que se puede renunciar por amor, por un amor más grande. El amor sabe esperar para recibir. San José, alcánzanos la resplandeciente castidad. Amén.